Prólogo

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        Si el mundo es tal y como es, es por dos conceptos: el bien y el mal. Podríamos definir el mal como lo contrario al bien, daño material o moral, desgracia, calamidad, enfermedad, dolencia...el culpable de todos los males de este mundo. El bien nos conduce a la perfección, es lo moral, es utilidad, es bienestar, es el objeto de voluntad de la mayoría de las personas, o así debería ser.

          Teniendo en cuenta estos dos conceptos generales que abarcan tantísimo actos humanos, los seres humanos tenemos dos ideas claras prácticamente desde que nacemos: el bien ha de ser premiado y el mal castigado.

          En todas, o casi todas, las religiones, hay un lugar destinado para cada persona en el que pagará sus actos, buenos o malos, para toda la eternidad. Al existir estos lugares, llamémoslos cielo e infierno, las personas suelen intentar comportarse bien para no ganarse el castigo eterno. O así había sido hasta la crisis de creencias de nuestros tiempos.

         ¿Quién cree de verdad que hay alguien esperando al final del camino para castigarnos? Muy pocos. Ciertamente yo pensaba igual hasta que conocí al "castigador".

          Mi nombre es Lee SungMin, estoy haciendo las prácticas de medicina en el Tokio Eisei Byoin en el Suginami-ku, uno de los 23 barrios especiales de la ciudad. El día estaba siendo normal: muchos enfermos y pocos a los que se me permitía atender. Había habido un incendio en la zona y el hospital estaba algo más concurrido de lo normal, pero no había ningún caso demasiado especial.

          Me mandaron a atender a un señor mayor el cual había respirado demasiado humo. No hizo más que quejarse todo el rato.

- ¡Déjame tranquilo, no tengo nada! -

-Tengo que comprobar que no tenga ninguna quemadura – el hombre se volvió y revolvió. Bufé, exasperado – al menos permítame comprobar que sus pulmones siguen bien -

- ¡Que no me toque! -

         Estaba aún intentando convencerle de que se estuviese quieto cuando un joven alto de pelo oscuro enfundado en un elegante traje de chaqueta negro y que cubría sus ojos con unas gafas de sol.

- Disculpe, ¿Es usted familiar? – el joven, que debía de tener mi edad, se volvió a mirarme pero no contestó – Aún no puede visitarlo nadie, por favor espere fuera -

-¿Con quién demonios habla jovencito? ¡No intente volverme loco!

-Estoy hablando con él, ¿Es su nieto o algo así? -

-¡No hay nadie en esta habitación más que una niño tonto y este viejo ahumado!

          Volví a mirar al joven. Seguía ahí. Lo estaba viendo perfectamente. Había apartado su vista de mí y ahora miraba al anciano. Estaba convencido de que a aquel pobre hombre se le había subido el humo a la cabeza.

-Perdónale, aún no se encuentra bien del todo – el señor comenzó a toser, lo que escudó mi posición.

          Entonces ocurrió algo muy extraño, que me hizo dudar de mi cordura. El joven, sin volver a mirarme, sacó una especie de libreta como la de los repartidores. Empezó a pasar páginas, posó uno de sus dedos en una de ellas y lo deslizó por las líneas. Tras terminar de leer lo que fuese, sacó una hermosa pluma de un bolsillo interior de su chaqueta y relleno algo al final de la misma página. Después dio un tirón y, lo que me dejó más sorprendido, se acercó al anciano y le coloco lo que parecía una factura sobre la frente. Guardó la libreta y la pluma y salió despacio y con calma de la habitación, mientras mis ojos le seguían perplejos.

          Miré al anciano, aún con la "factura" pegada a la frente. Me acerqué para leerla cuando me di cuenta de que el señor había dejado de hablar y su piel se estaba volviendo extrañamente mortecina. Le cogí la muñeca para comprobar que tenía pulso.

Oishi Jigoku (Adaptación KyuMin)Where stories live. Discover now