Capítulo 15

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—¡QUE ARRIEN LA mayor... la mesana! Media vuelta a estribor, muy suave. Anguila... Así... ¡Arriba el foque ahora para mantenernos al pairo!

Las primeras luces del día rompen sus rayos en los mástiles desnudos del Luzbel, que repleto desde la bodega a las cubiertas, se balancea pesadamente sobre el encrespado mar. A su lado, sujetos por cables que hacen más lenta y penosa su marcha, se encuentran los tres lanchones de pesca, vacíos ahora, cascarones de nuez sobre la inquietud de las procelosas aguas. Más sombrío el gesto que nunca lo tuviera, más duro el ceño y apretados los labios, Juan del Diablo dirige la delicada maniobra, volviéndose luego para mirar con ansia aquella tierra que se alza allá, a lo lejos... Es la Martinica, que parece surgir de la bruma... Poco a poco se han ido apagando los puntos de luz que indican la ciudad lejana... A la izquierda, el Mont Pelee alza su siniestra silueta, las anchas faldas, las empinadas laderas desnudas, y en la cima el espeso penacho de humo, negro como el hollín, que va extendiéndose sobre el cielo de la mañana como un gigantesco tintero que se derramase... Pero sólo un instante lo contemplan los ojos de Juan... La mirada ansiosa se vuelve hacia el Monte Parnaso... Apenas se distingue desde allí su masa verde, salpi­cada de los puntos multicolores de sus jardines y sus casas. Ape­nas se distingue, y sin embargo, ¡con qué fuerza desesperada late el corazón de Juan!

—¿Nos vamos a quedar aquí, mi amo? —pregunta Colibrí—. ¿Sin echar las anclas?

—Es demasiado hondo el mar aquí para poder echar las anclas... Ya deberías saber eso...

—Y lo sé, patrón. Sé que no se puede anclar y por eso nos quedamos al pairo... ¿Hasta cuándo, patrón?

—Hasta ver qué pasa con ese maldito volcán...

Casi es de día ya... Sobre la Antilla floreciente, marcada con el dedo de un destino trágico, asoman los primeros resplan­dores del siete de mayo de mil novecientos dos... Bulle la ciudad como en el mediodía de una gran fiesta... Las nueve aldeas situadas en las faldas del Mont Pelee han vaciado en ella su población íntegra; han llegado también los ricos colonos, dueños de plantaciones y de ingenios, con sus empleados y familiares. Es un éxodo nervioso y excitado, de todo el noroeste de la isla. Del área encerrada en un círculo de más de treinta kilómetros de diámetro, que rodean las estribaciones del terrible monte, se han desplazado hasta los últimos habitantes, justamente alarmados por extrañas señales... Un calor de infierno escapa de la tierra, los crecidos arroyos arrastran hada el mareen vez de agua, un fango pestilente, de insoportable hedor a azufre... Las aves marinas han abandonado totalmente la región inhóspita, y sobre los altos acantilados y las estrechas playas se amontonan millones de peces que arroja el mar, muertos o agonizantes... La ciu­dad de veinticinco mil habitantes tiene ahora más de cuarenta mil, pero no ha cundido el pánico; al contrario... Una vez allí, los ánimos parecen calmarse, el despreocupado optimismo de los habitantes de Saint-Pierre parece ejercer su fuerza de contagio. Se charla, se bebe y se ríe como si todo fuera una fiesta, y la absurda seguridad se afirma más cuando la última noticia corre de boca en boca...

—El gobernador acaba de llegar... Esos hombres lo han dicho, señora —explica Yanina a su ama—. Parece que entró por la puerta de atrás, porque había mucha gente en la plaza, pero que ya está hablándole al pueblo desde el balcón de palacio.

—¡Dile a ese imbécil de Esteban que apure los caballos! —apremia Sofía D'Autremont.

—Es que no se puede pasar, señora. Asómese para que vea la calle...

—¡Que toque el timbre, que se abra paso de cualquier ma­nera! Dile que dé la vuelta por la otra calle, que llegue hasta el palacio, aunque sea por la puerta de servicio. ¡Yo haré que me abran! ¡Vamos!

Juan Del Diablo (Corazón Salvaje: libro 3) [Completa]Where stories live. Discover now