Capítulo 10

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RENATO HA PENETRADO hasta el centro del patio de su casona de Saint-Pierre, un tanto sorprendido de encontrarla abierta, y desmonta, poniendo las riendas en manos del lacayo color de ébano que acude al sentirlo llegar... Pero antes de que llegue a preguntar nada al sumiso criado, una menuda figura color de cobre ha aparecido bajo los arcos, y acercándose, indica a guisa de explicación:

—La señora me envió a preparar la casa... Acabamos de llegar... me parece que a tiempo. Parece usted muy cansado, señor Renato...

Bajo los párpados que velan su oscura mirada, Yanina exa­mina al caballero D'Autremont que, en efecto, lleva sobre sí las huellas de sus violentos viajes. Con trabajo arrastra el alacayuela al caballo extenuado, y los ojos de Yanina suben desde las botas cubiertas de polvo y de fango hasta el rostro húmedo de sudor, iluminado lo bastante como por un destello de felicidad...

—Puedes mandar que me preparen el baño y la cena, Yanina...

—Sí, señor... al instante. ¿Va entretanto a beber algo? ¿Un "plantador"? Yo misma puedo preparárselo...

—Gracias, Yanina. Por el momento, necesito para otras cosas tus manos. Sé que son muy hábiles preparando ramos, ¿no? Corta todas las rosas que haya en el huerto, busca un hermoso búcaro... el más lindo que haya en la casa...

—Si, señor —acata Yanina balbuceando sorprendida—. ¿Y después... ?

—Lo llenarás con todas las rosas que hayas cortado, y lo enviarás con unas líneas que voy a escribir...

Yanina queda un instante mirándolo, como si no pudiera desprender los ojos del tino rostro varonil que lentamente ha ido transfigurándose. Desde hace muchos meses, no recuerda una expresión semejante en el rostro de su amo. Es como si juntas aletearan ante sus ojos una ilusión y una esperanza. Y los tristes labios de Yanina contienen con esfuerzo el temblor de su voz al preguntar:

—¿A qué lugar debo enviar las flores, señor?

—Al Convento de las Siervas del Verbo Encarnado. — Renato D'Autremont ha cruzado el patio rumbo a su acostumbrado refugio, en aquella vieja biblioteca de la vetusta casa de Saint-Pierre, tan cargada de libros que nadie lee jamás. Y los ojos de Yanina le siguen, velados a la vez de rencor y de an­gustia, de celos encendidos y de ardiente curiosidad. Se clavan en su espalda hasta ver desaparecer la alta y delgada figura tras las puertas labradas. Luego, las palabras escapan de sus labios como un eco:

—Al Convento de las Siervas del Verbo Encarnado...

—¡Colibrí, ven acá!

Sin dar tiempo a que Colibrí obedezca a su mandato, Juan ha ido hacia él... Aun está sobre los negros acantilados desde donde divisa la costa lejana, la playa de la aldea y el ancho mar, de donde Mónica huyera de su lado de aquel modo extraño, herida por la amargura de un recuerdo...

—¿Por qué tiemblas Colibrí? ¿Qué te pasa? Toda mi vida detesté a los tontos y a los cobardes...

—Yo no soy nada de eso, patrón —protesta Colibrí con fir­meza.

—Porque pensé que no lo eras me caíste en gracia. También pensé que podías ser leal.,. Pero a lo mejor me equivocaba...

—¡Ay, no, patrón, no diga eso! Yo soy leal, más que leal. Yo...

—Fuiste a avisar a Mónica al convento, ¿verdad?

—Yo, mi amo, fui a avisarle. Ella me lo tenía mandado, y usted también me tenia ordenado obedecerla y servirla a ella como a nadie... ¿Está mal hecho, mi amo?

Juan Del Diablo (Corazón Salvaje: libro 3) [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora