Capítulo 3

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ENTRE USTED CONMIGO, Noel. Quiero decir, si lo desea...

—Naturalmente que lo deseo, y que entro contigo. Pero no tengas cuidado, porque sé ser discreto. Cuando los matrimonios mal habidos se encuentran delante de un tercero, se vuelven de­masiado quisquillosos, y dignos. La mujer gusta del apoyo y del dominio del hombre...

—No las mujeres como ella, que es dura como el diamante. Puede parecer frágil como el cristal, pero no lo es. Frente a ella, no soy yo el más fuerte... ¡Pero no me quiere Noel, no me quiere!

—Tal vez no te quiere, pero puede quererte. Te considero hombre capaz de robarle el corazón si no lo has hecho ya. ¿No te llaman pirata? ¿No tienes fama de domar las olas y los vien­tos? ¿Acaso te das por vencido antes de comenzar la batalla?

—Por mi desgracia, sí. Pero no importa... Entremos... Si se negara a recibirme...

—Cálmate... Déjame a mí hablar con la hermana torne­ra...

—Mónica... Al fin apareces .. Por fin accediste...

—No me lo agradezcas, Renato. Mi intención, mi deseo, era no ver a nadie en mucho tiempo. Vine aquí para buscar la paz...

—Bueno, ustedes necesitan hablar, ponerse de acuerdo, limar todas esas pequeñas asperezas que surgen de las circunstancias, pero que no deben existir entre parientes —aconseja la abadesa interviniendo en forma conciliadora—. Como es su deseo, señor D'Autremont, voy a dejarles a solas. Y como le rogué a ella que accediera a esta entrevista, le ruego a usted que perturbe lo menos posible su alma con los cuidados de fuera del convento. Estos claustros deben ser un dique contra el mundo, y el reman­so de paz que necesitan las almas atormentadas como la de Mónica en estos momentos. Y ahora, con permiso de ustedes...

La madre abadesa se ha excusado y con pasos suaves y silenciosos se aleja dejando solos a Mónica y a Renato, que guardan silencio durante un breve instante, hasta que de pronto la voz fría de Mónica, indaga:

—Dime... Querías hablarme...

—Quería, es cierto. Y si vieras a solas, entre las cuatro pa­redes de mi biblioteca, cómo y cuánto te hablo, Mónica... Son razonamientos a los que no hay nada que replicar, donde toda palabra es inútil, porque es apenas un pálido reflejo del senti­miento. —Renato se ha acercado a ella tembloroso, pero Mónica retrocede y aparta la mirada de su rostro demudado, donde los ojos arden con destellos de fiebre—. Si yo pudiera hablarte libremente de mis sentimientos...

—Hay sentimientos que no tienen derecho a existir, Renato.

—Sé que una equivocación, como la que yo cometí, se paga con la felicidad, y no aspiro a ser feliz. Renuncio a la dicha;

pero si he de seguir viviendo, si he de seguir respirando, necesito algo por qué hacerlo.

—Tienes tu esposa, tendrás un hijo, y hay muchos más, Renato... Cientos, miles de seres que dependen de ti. Tu posi­ción y tu riqueza, que te dan derecho de rey, pero también de­beres. Hay muchas cosas con las que puedes llenar tu vida y olvidarte de que, en la celda de un convento, hay una mujer a quien quisiste amar demasiado tarde...

—Mónica, veo tus razones, las mido, las peso; pero déjame un rayo de luz, un rayo de esperanza... ¡No te encierres en el convento! ¡No levantes otra muralla más! Es lo único que te pi­do. Cuando se haya roto el lazo que te une a Juan del Diablo...

Mónica se ha estremecido como si el nombre le doliera, como si sólo al aludir a él se tocase una llaga en carne viva; pero junta las manos y aprieta los labios... Sólo su mirada azul se alza para clavarse en la de Renato, con un gris destello de acero:

Juan Del Diablo (Corazón Salvaje: libro 3) [Completa]Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora