Capítulo 6

2K 58 12
                                    

—¡AY, SEÑORA, POR fin!

—¿Ha pasado algo? ¿Ha preguntado alguien por mí, Ana?

—Preguntar, no ha preguntado nadie, pero el Bautista ha llegado cuarenta veces hasta aquí mismo, se ha acercado a la puerta, ha pegado el oído, y se ha vuelto a ir...

—Bueno, cállate... Tengo que pensar, que discurrir. Son muchas cosas las que tengo entre manos. No puedo equivocarme, no puedo cometer una torpeza, no puedo dar un paso en falso, porque entonces sí que estoy perdida. Sal con cuidado. Da la vuelta por todos los pasillos y vuelve a decirme dónde está Renato y qué hace.

—¿El amo Renato?

—Sí. Voy a tener con él una última entrevista. Quiero que­mar el último cartucho, quiero hacer un último esfuerzo para que todos seamos felices... Si no, haré lo que tengo dispuesto, ¡y que el diablo me ayude, o cargue de una vez conmigo!

Obediente al mandato de Aimée, Ana ha llegado silencio­sa, en su misión de espionaje, a aquella galería, amplio portal sobre arcos coloniales que da vuelta a la enorme mansión y parece prolongar cada estancia en un anexo más aireado, más campestre y sencillo, donde se encuentra Renato con un vaso de coñac en la mano, dando órdenes terminantes al humilde y ser­vicial Bautista... Tras observar atentamente la situación, la siempre asustada Ana regresa a la alcoba de su ama para rendir el informe de sus observaciones:

—El señor Renato está solo. Ya se bebió hasta el último poquitito que le quedaba en la botella, y yo oí cuando le mandaba al Bautista prepararle el baño, la ropa, y un caballo para irse en seguida...

—Tengo que detenerlo... He de hacer las cosas estando él aquí... Ayúdame a arreglarme... Tráeme aquel perfume fran­cés que compré en Saint-Pierre el otro día, un chal de encaje y un poco de carmín... Cuando acabes, vete a la cocina y llévanos champaña y jugo de pina... Le invitaré a tomar con­migo la copa del estribo y peor para él si me obliga a llegar hasta el fin. . .

Con pasos felinos, sabedora del poder sensual que exhala de su persona, Aimée se acerca decidida a la amplia galería donde se halla Renato, y saluda jovial:

—Buenas noches, Renato, o buenos días... En realidad, no sé cómo decir; a estas horas, es difícil... Todavía no amanece, pero ya falta poco...

—A estas horas, deberías estar durmiendo.

—Hasta ahora dormí, pero me sentí tan sola en esa habi­tación tan bien preparada para dos... Es crispante sentirse abandonada en una alcoba así... Todo allí huele todavía a luna de miel: una luna de miel que, por desgracia, no hemos vivido. A veces me pregunto si no fue un sueño mi matrimonio contigo, y si estas horas o estos días son una pesadilla de la que al fin habré de despertar...

Renato se ha erguido, mirando a Aimée frente a frente. A pesar de cuanto lleva bebido, no ha logrado que el alcohol embote su inteligencia ni sus sentidos. Por el contrario, tiene una vibración dolorosa y fina, una especie de penetración sutil, que le hace contemplarla tratando de hallar el verdadero sentido a aquella actitud inesperada. No se le escapa que cuidadosamente acaba de arreglarse, de vestirse, de perfumarse con el más sensual de los perfumes, y así, pálidas las mejillas, ahondadas las ojeras de por sí profundas, le parece repentinamente más hermosa, con su desconcertante parecido a Mónica, que le hace estremecerse, maldecir alma adentro de sí mismo...

—Mi querido Renato, ¿te has detenido un momento a pen­sar qué cosa tan absurda ha venido a ser nuestra vida? Oí decir que no te quedabas en Campo Real...

—No. Vuelvo a Saint-Pierre. Supongo que para ti es lo mismo, que no me criticarás.

—No... no te critico. Te envidio... ¡Qué felicidad, nacer hombre! Ustedes tienen todas las ventajas del mundo: cortejan a las mujeres, las eligen, las piden en matrimonio o se hacen los tontos, como mejor les convenga...

Juan Del Diablo (Corazón Salvaje: libro 3) [Completa]Unde poveștirile trăiesc. Descoperă acum