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El cuerpo de Gabriel se abalanzó hacia delante, como si pudiese ver a través de él y quisiera arrojar al piso a aquel hombre, a aquel demonio que estaba jugando a arruinarles la vida, a quitarles lo único que realmente habían tenido en tantos años, lo único a lo que le habían pertenecido, el uno al otro.

—¡Gabi!— exclamó, sacudiendo su cabeza en busca de conseguir su atención al fin —¡Mirame, la yuta madre!

—Tato, amor— susurró, después de parpadear una gran cantidad de veces, como si recién cayera en la cuenta de que era él quien lo acariciaba con tanto cariño —¿Por qué nos pasa esto a nosotros?

—Tal vez es verdad— contestó, apoyando la frente contra la de su marido, dejando que sus párpados cayeran sobre sus ojos, dejándose absorber por su esencia —Tal vez jugamos demasiado a ser dios.

—¿Por qué no antes? ¿Por qué cuando te encontré?

—No voy a dejar que te pase nada— aseguró, sintiéndose repentinamente fuerte y seguro al ser quien mantenía la compostura —Tal vez podemos jugar un rato más.

Dejó un casto beso sobre sus labios que tenían sabor a lágrimas y a tristeza. Borró los surcos de agua de las mejillas de su hombre con la yema de sus pulgares, antes de girarse bruscamente para volver a enfrentarse a su rival, quien lucía aburrido e irritado.

—No voy a tocar ese arma— sentenció, firme, con la presencia de Gabriel a su lado pesándole en todo el cuerpo —A no ser que el juego sea justo. Vos contra nosotros dos.

—¿Y por qué haría eso?— preguntó, como si hubiese sido la propuesta más idiota de todas.

—¿Y por qué no lo harías?— dijo, empujando a Gabriel al pequeño trono de terciopelo rojo, sentándose en su regazo como tantas veces había hecho —Si ganás, no sólo te llevás seis millones de dólares, sino que te deshacés de nosotros para siempre. Es, en realidad, el mejor trato que probablemente te hayan hecho en toda tu vida.

—¿Sabés qué, nene? Me gusta tu actitud— aseguró, sentándose frente a ellos, recostándose con las cejas alzadas y diversión en la mirada, como si no tuviesen ni una chance de ganar —Lo haré. Pero vos tenés que dispararle a él, y él tiene que dispararte a vos.

Ahogó un quejido ante tal proposición. La simple idea de colocar el arma contra la sien de Gabriel le revolvía el estómago de una manera terrible, como si fuese la peor comida que había ingerido en toda su vida.

Asintió, de todas maneras. Nadie podría vencerlos, no en su última partida.

—Hacé los honores— pidió Gabriel, con la voz nuevamente firme y seria. Renato le sonrió, orgulloso de que hubiera recuperado la compostura. Se apoyó más contra su cuerpo, dejando que su cabeza reposara a un lado de la suya, acariciándole el borde de la camisa, dejado que sus dedos esmaltados de negro le recorrieran la piel semi-bronceada.

—No lo hubiera hecho de otra manera.

El arma relucía entre los dedos pálidos del hombre, quien giró el tambor con experiencia y rapidez una vez la bala se encontró dentro, dejándoles la incertidumbre de en dónde podría encontrarse.

La colocó sobre su sien con parsimonia, quitándole el seguro y presionando sin cuidado, como si hubiese sabido por seguro que la bala no estaba ahí. Se la entregó a Renato, escondiendo una sonrisa satisfecha, mientras él la enredaba entre sus dedos para llevarla sobre su regazo. Tomó el rostro de Gabriel, levantándolo como siempre hacía en esa situación, dándole una sonrisa ladeada que sabía le transmitía seguridad.

—¿Querés hacerlo vos?— preguntó, poniendo el arma sobre su pecho con la camisa algo desabotonada culpa de sus dedos juguetones. Gabriel negó con la cabeza, presionando sus labios en un beso superficial que no pudo disfrutar en su totalidad.

Saturno. [Quallicchio]Where stories live. Discover now