Capítulo 3

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El ruido de la maquinaria asaltó los oídos de Candice. Estaban en la cola del tren, lugar al que Terry la condujo después de caminar a través de algunos vagones. Tenían unos minutos ahí, pero ninguno había dicho nada aún.

Terrence miró a Candice de reojo, el viento revoloteaba los rizos que estaban fuera de su coleta, pegándoselos a la cara. Sin medir nada, sacó la mano que hacía rato estaba en el bolsillo de su pantalón y apartó una de las guedejas rebeldes, la que estaba sobre los labios de la joven.

Candice desvió la mirada de las vías ferroviarias y la posó en el castaño. El suave toque de los dedos masculinos sobre sus labios casi la hizo dar un respingo hacia atrás, sin embargo, se obligó a mantenerse en su sitio. Terrence enredó un dedo en el rizo que sostenía, y cuando lo llevó a su nariz, un rubor le cubrió todo el cuerpo y nada tenía que ver con la cercanía del chico. Se apresuró a quitárselo antes de que lograra su cometido. Hacía una semana que no se lavaba el cabello, pues al viajar de polizón tuvo que prescindir de comodidades tan básicas como un baño completo todos los días. Tenía el cabello sucio y le daba vergüenza que pudiera detectar mal olor en él.

Terrence bajó la mano y se alejó, caminando hacia el barandal que circundaba el pequeño espacio. Posó las manos sobre el cerco de metal, maldiciendo en sus adentros. Si algo había que no sobrellevaba bien, era el rechazo, y mucho menos el de Candy, quien siempre fue la luz en su oscuridad, la esperanza en su desolación. Ella era su todo, pero, por lo visto, él era nada para ella.

Candice vio la dureza que traspuso la mirada zafiro y se arrepintió enseguida de su acto de vanidad. Lo había herido con su rechazo, y como siempre que eso sucedía, el chico se escudó tras su máscara de fría indiferencia.

Temblorosa se acercó a él, colocándose en su costado izquierdo. Si hubiera sido más atrevida, quizá lo habría abrazado por la espalda, no obstante, el pudor y la reacción de él se lo impidieron. Abrió la boca para disculparse, pero no llegó a decir nada; el castaño se le había adelantado.

—¿Por qué no estás en el colegio, Candice? —La rubia cerró los ojos. Ni Candy ni pecosa, solo Candice—.  ¿Es por la guerra? —continuó él, manteniendo la vista en el paisaje que dejaban atrás.

La joven estuvo a punto de mentir y decirle que sí, que el conflicto armado había sido la causa, pero al ver su semblante rígido y la manera en que sus manos se sostenían de la barra de metal, desistió. Estaba ahí por él, porque no soportaba más su ausencia; porque con cada segundo que pasaba sin él en ese colegio, se moría un poco. Porque no quería seguir desperdiciando el tiempo separados, si ella podía venir a América, junto a él.

—Pecosa…

El tono ronco con que Terry la llamó, y las manos de este sobre su mejilla, hicieron que lo mirara a través de su visión empañada por las lágrimas. Las cuales no se había dado cuenta que ya derramaba, y, cuando él la atrajo a sus brazos, sofocó en el pecho masculino los sollozos de los que tampoco era consciente.

Terrence apretó el abrazo y se permitió descansar la mejilla en la coronilla de la rubia. Se arrepentía de su arrebato. Si bien no la trató mal, sí que fue rudo con ella desde que la encontró en la estación. Asaltándola de aquella manera en la plataforma de salida, arrastrándola sin ninguna delicadeza..., cerró los ojos, apesadumbrado por los remordimientos.

Le dolía escucharla llorar, pero, dado que él no estaba en mejores condiciones, la dejó desahogarse. La consoló en silencio, acariciando con suavidad sus bucles y espalda; consolándose también él, llenando con su suavidad y calidez el vacío que lo ha acompañado desde que salió del colegio.

Minutos después, Candy por fin pudo controlarse. Al peso de las penurias sufridas días atrás, se le sumaron la incertidumbre y el dolor provocados por la frialdad de Terry.

Tú eres mi vidaOnde as histórias ganham vida. Descobre agora