Capítulo 5 - París (II)

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- Porque estaba un poco enfadada conmigo, pero ahora ya está arreglado.

- ¡Bah!

          Soltó la silla y fue hacia la puerta haciendo todas las eses del mundo por el camino.

- ¡Ah, no! Tienes que pagarme. Ya estoy harto de que me hagas lo mismo todos los días

          Philippe y el camarero se alejaron y Paul se sentó conmigo. Le di las gracias, salimos a la calle, paseamos y me llevó a su casa para que yo pudiera hacer posible el regalo de Marguerite.

            Su perfección había sido producto de mi deseo de que fuera perfecto. Si lo hubiese buscado a propósito no habría encontrado un hombre tan zafio como aquel. Me sentía tan estúpida que le habría despedido con cajas destempladas en cuanto comenzó con su ritual de conquista, sacado de las peores series de televisión. Quiso convencerme de lo hermosa que era, de que él no acostumbraba a portarse así, de que jamás me habría llevado a su casa si yo no hubiese sido abolutamente la chica más especial del mundo. Ni siquiera era una mujer, sólo una chica. Mantenía aquel estúpido soliloquio con mis pechos en lugar de conmigo y me daba asco; pero ya había dejado atrás el momento de retirarme, estaba decidida a terminar con el encierro voluntario de Marguerite y con mi encarcelamiento, así que me tragué las arcadas y terminé lo que había comenzado.

            Por la mañana me pidió disculpas por su comportamiento, me explicó que no podía volver a verme, que se debía a una mujer un poco mayor que él de la que estaba profundamente enamorado. Puntualizó que lo que había pasado entre nosotros no menguaba en absoluto la cantidad del amor que sentía hacia ella ni empañaba su calidad. Aquella era la mujer de su vida y yo había sido un error, un momento de debilidad. Lo sentía sobre todo por mí; dijo que sabía perfectamente que aquello no era justo pero que tampoco había nada que él pudiera hacer para cambiar las cosas. También sostuvo ese monólogo con mi escote. Mientras seguía justificándose se sentó a mi lado y comenzó a manosearme una mano. Decidí que no tenía por qué aguantar aquello durante más tiempo y me levanté bruscamente. Traté de salir de allí, pero me sujetó por la muñeca. Pensé que lo mismo podía haber elegido a Philippe la noche anterior. Quizá no me habría tirado sobre las sábanas sucias por la mañana. Marguerite debió de chillar mientras el animal se satisfacía con su cuerpo y yo no me enteraba de nada excepto de su mal aliento y de lo mucho que sudaba. Cuando acabó me miró como si yo fuese la última basura sobre la tierra y se encerró en el cuarto de baño.

            En la calle me crucé con la señora de la noche anterior, Charlotte, y la vi entrar en el portal del que yo acababa de salir. Pensé en avisarla, en contarle lo que había pasado, pero decidí que no merecía la pena. Por lo que sabía de ella, lo más probable es que ya supiera lo que pasaba. Y si estaba dispuesta a soportarlo, se lo merecía.

       No vi a los niños en la Plaza y no encontré la mirada de la niña rubia. En cambio Marguerite me esperaba descompuesta. Había estado toda la noche en la ventana, primero por Jean y luego por mí. Cuando entré estaba pálida, temblaba de ira y el duende añil se había ido de su voz. Se acercó a mí apoyándose en la pared; se tambaleaba igual que el borracho de la noche anterior, pero no eran náuseas lo que acudía a la boca de mi estómago, sino miedo. Cuando estuvo suficientemente cerca me abofeteó.                                

- ¿Cómo has podido?

- Yo...

- ¡Cómo!

          Me sujetó por los hombros. Estaba derrotada. Cayó en la alfombra espesa de su salón como yo había caído en la calle hiriéndome la rodilla después de haberla visto la primera vez. La abracé para consolarla y me rechazó. Se levantó y me miró con odio.

Lugares equivocadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora