CApítulo 8 - Amparo

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Durante las horas del día a Destierro se la reconocía en su nombre. Todos dormían de más, todos prolongaban el tiempo de mantener las ventanas cerradas, de aislarse del calor, de los ruidos y de los insectos. En verano las mañanas del pueblo eran lugar de desterrados; de deportistas vocacionales ataviados con pantalones de ciclista y camisetas anchas que flotaban al compás de sus zancadas. Si era día de mercado les acompañaban los otros, los expatriados, los que no conocían más descanso que el justo porque montaban sus tenderetes antes de despuntar el alba para que a la hora señalada las naranjas, las alpargatas, los pepinillos en vinagre y la lencería barata estuvieran listas. Por lo demás el pueblo permanecía desierto hasta las diez, cuando un ejército de amas de casa armadas de carritos de la compra tomaban las calles por asalto y las llenaban de colores estridentes, escotes generosos y avejentados, ropas de temporadas prehistóricas y cháchara intranscendente. Apenas esperaban a que las persianas metálicas de los comercios se levantasen del todo. Llevaban horas despiertas por la costumbre de madrugar y tenerlo todo preparado para los demás, que en verano sí sabían deshacerse de la rutina. Quizá se despertasen esos demás antes de tiempo, pero una mirada a los números fluorescentes del despertador bastaba para devolverles a sus sueños.. Sin embargo las madres y las esposas mantenían el programa inalterable. Desayunaban poco, se rociaban el pelo de laca y salían como por turnos de sus portales respectivos hasta que llenaban las calles de Destierro de “Buenos días” y lugares comunes. Entraban y salían de los comercios con determinación de hormigas obreras. Iban llenando los carros hasta que los volvían bultos informes, imposibles de arrastrar a pesar de las ruedas y de los esfuerzos titánicos de sus dueñas, que volvían lentamente a sus casas, cargadas como el caballo de Troya o como tortugas centenarias, para encontrarse que los niños se habían ido a la piscina y que los maridos tampoco estaban; pero que nadie se había tomado la molestia de ventilar la casa.

            Amparo había salido temprano. No podía dormir. Generalmente una mala noche significaba que no despertaría hasta pasado el medio día, cuando el calor se había vuelto ya insoportable y las sábanas se le pegaban al cuerpo con avaricia. Sin embargo no había podido pegar ojo en toda la noche y le había sido imposible hacerlo de madrugada. Había oído como se marchaban los basureros y como llegaban los del mercado con el cuerpo de Armando pegado el suyo.

            Por algún motivo que no recordaba (cada vez se le hacía más difícil recordar los motivos de Armando) habían decidido pasar la noche juntos. Amparo había pensado en oponerse, pero por algún otro motivo también olvidado no lo había hecho y los dos se habían metido en la cama a la vez. Amparo se había quedado dormido pegado a la espalda de Amparo, con un brazo sobre su cintura y una mano que colgaba rozando apenas las sábanas con las puntas de los dedos. Amparo se había quedado muy quieta para ver si el no moverse atraía al sueño, pero lo único que atrajo fue el calor húmedo del aliento de Armando en su nuca. La única señal de que estaba vivo, porque era difícil hasta oírle respirar.

            Después de un par de horas había tratado de moverse bajo el peso del brazo. No quería despertarle y por eso le llevó una eternidad deshacerse de aquella especie de tenaza. Cuando por fin pudo respirar sin sentir el pecho oprimido se levantó, abrió la puerta del balcón y se sentó en el suelo, contra la pared. Era una noche bonita, pero no se dio cuenta. Lo único que sabía era que su cama estaba ocupada y que aquella noche, bonita o no, no tocaba dormir.

            Por eso había salido temprano por la mañana a pesar de que nunca lo hacía si podía evitarlo. Especialmente en día de mercado prefería encerrarse en casa. Era la única hora en la que aún se soportaba el calor, pero el paisaje la ponía nerviosa. Desde pequeña había odiado que su abuela la mandase a la compra, tener que moverse entre los puestos de la plaza y escoger el bote correcto, o la lata o la bolsa. Y odiaba aún más cuando salían juntas y la abuela la mandaba a preguntar precios para saber cuál era el tenderete más barato cuando todos sabían que lo hacía por racanería y no por necesidad. Al principio la bancarrota le hizo inventar una bancarrota familiar, pero en seguida se descubrió la mentira; luego trató de engañar a la abuela contando que había huelgas o escasez; lo que fuera con tal de no tener que andar indagando. Pronto empezaron a señalarla con el dedo y a sonreírse a su paso. Si había un lugar en el mundo en el que Amparo no se sentía a salvo, ese era el mercado.

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