Se encontró de nuevo con la imagen borrosa que le devolvía la ventanilla del tren y sacudió la cabeza. De nuevo había algún viajero en su vagón, alguna persona a la que no había visto entrar. Se daba cuenta de que el tiempo y el roce la estaban convirtiendo en uno de ellos, de que le daban lo mismo las estaciones vacías que llenas. Las otras personas ya no significaban nada. De lo único que Inés Duarte estaba dispuesta a preocuparse era de que no le gustaba pensar en aquella primera época en Imperio porque creía que había sido entonces cuando había empezado a tomar las decisiones incorrectas. Como la bufanda que había tardado cuatro semanas en comprar. pasaba casi cada día por delante del escaparate, lo miraba durante los tres minutos que el autobús esperaba a que el semáforo cambiase de color y se decía que aquella bufanda verde tenía que ser suya; pero no terminaba de encontrar el momento o la voluntad, o el valor de bajar a comprarla. Cada vez que estaba a punto de solicitar que las puertas se abrieran, el autobús se ponía en marcha y de pronto era demasiado tarde. cada día durante cuatro semanas hasta que se decidió y entró en la tienda, no sin antes enfrentarse a todas las miradas hostiles de los pasajeros que viajaban con ella y que no querían que su viaje se retrasase aún más por culpa del capricho de una recién llegada que no tenía nada mejor que hacer que entretenerles.
La dependienta la saludó mientras calibraba su capacidad adquisitiva con mirada experta. En seguida supo que Inés Duarte estaba dispuesta a gastar cuanto quisiera pedirle siempre que la convenciera de que el producto lo merecía. Sólo tenía que encontrar el artículo conveniente. Inés preguntó por su bufanda verde sin dar a la otra tiempo para saludarla. Inmediatamente fue informada de que estaba vendida.
- Pero si lleva ahí casi un mes.
- Lo siento, pero una clienta ha venido justo esta mañana.
Inés Duarte no podía creerlo, pero tampoco se le ocurrió que pudiera ser mentira. Sobre todo porque la dependienta no la dejó reaccionar. La avasalló con diferentes pañuelos, fulares, chales, echarpes y, por fin, otra bufanda, esta vez amarilla, que compró sin pensarlo. Para hacerla callar, para salir de la tienda que se le venía encima por momentos. La compró y no le gustaba. El color amarillo no le había gustado nunca.
Trató de concentrarse en los motivos de su viaje, en el triunfo que suponía haber puesto aquel anuncio en el periódico sin que nadie sospechara nada y en lo feliz que la hacía llevar a cabo algo que la concernía a ella sola y de la que no tenía que dar cuentas a nadie. Y menos que a nadie a su jefa, que cuando la trasladaron se había ocupado de hacerle la vida insoportable.
Cuando la trasladaron a otra sección sin previo aviso quiso creer que se trataba, por fin, del resultado de todos sus esfuerzos. Imaginaba al hombre del puro y los labios resecos perturbado, sin saber qué hacer, demasiado involucrado en la historia y sin querer meterse del todo en ella, que renunciaba a la presencia de Inés en aras de un valor superior. Suponía que su nuevo destino sería mucho mejor como recompensa a sus artes de seducción y lo que encontró fue una superiora mal encarada, maleducada y estricta que ni se dignó a recibirla. la confinó en una esquina mal iluminada del recinto y la sepultó bajo una pila de papeles que requerían ser archivados tras la comprobación de que la suma de todas las columnas de las que constaban era correcta. desde entonces su escritorio fue el único que no estaba ocupado casi en su totalidad por un terminal de ordenador; y su misión en la oficina parecía consistir únicamente en mecanografiar informes y ordenar alfabéticamente todo tipo de expedientes. Por supuesto, no tardó en esconderse bajo vestidos largos como túnicas y cuellos vueltos.
Cuando todos los invitados se fueron, en la casa quedaban dos hombres. Por la mañana, sin embargo, Clara e Inés, como de costumbre, no les mencionaron. Ambas continuaron con sus vidas. La de clara siguió como hasta entonces. Inés se había decidido a cambiar la suya.
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Lugares equivocados
Mystery / ThrillerParís no existe. Casi nada de lo que aparecerá en estas páginas existe. A veces parece que sí, a veces las mujeres se vuelven egoístas y los hombres se vuelven tangibles. Pero no, en realidad nada existe. Excepto el olor a melocotón y un cadáver hu...