Capítulo 11 - París

126 1 0
                                    

 El camino desde el ático fue un horror. Sentía la presencia maligna de Jean a mi espalda espiándome, podía oír el motor del coche casi parado y ver el rostro cadavérico del chófer que no necesitaba mover ni un solo músculo para hacerme saber que le repugnaba, que todos le dábamos tanto asco que no podía evitar las arcadas, que cuando nos veía reprimía las náuseas a duras penas. Todos le asqueábamos, pero sobre todo yo. Cada vez que me recogía lo veía en mis ojos: me consideraba un ser abyecto. Y caminando hacia la casa de Louí sentía esos ojos de muerto repitiendo que sólo mis caprichos me habían conducido adonde estaba. Sin embargo, aunque volvía constantemente la cabeza no logré descubrir ni una sola sombra, ni un atisbo de Jean o de Marguerite. Eso, sentirme así, un poco feliz y hacer planes mientras los edificios se sucedían ante mis ojos ciegos de futuro, de cosas por explorar, taconear en soledad por las calles que me pertenecían, escuchar los golpes secos en la acera, no me producía el placer del dominio como siempre lo había hecho. La atmósfera estaba cargada con un aire de tragedia. Presentía el desastre con más intensidad de la que sabía que todo era una trampa, que no podía ser de otro modo.

 Louí  esperaría, y con él lo harían todas las otras cosas. Con Louí esperarían Marguerite y Jean y el cadáver de Francois y mi encierro, y Beth si es que Beth existía. Por mucho que me empeñase no podía aislarle de los demás. Ellos me lo habían traído como me habían traído todo lo demás. Yo lo había aceptado y tenía que asumir las consecuencias. Aunque todavía no sabía qué consecuencias eran.

Como sabía que ocurriría, todas las cosas que componían mi existencia en París me esperaban. Estaban allí cuando entré en el portal,  agazapadas en el hueco de la escalera, amontonadas como ácaros de polvo, como gusanos, como sabandijas de la peor especie; Aguardaban  para atraparme precisamente en la noche que había escogido  para respirar de ellas. Quise ignorarlas como había hecho antes con las cosas que no me gustaban. Estaba acostumbrada a que todo y todos se doblegasen ante mis deseos y aparté la cara para no verlas, pero mi plazo había terminado. Aquellas sanguijuelas, las moscas de la podredumbre, no sabían aún de mi poder y por eso se me metieron en la nariz tan inmediatamente. Eso fue lo peor. Verme ignorada, ver como el mundo entero prescindía de mí mediante aquellos insectos repelentes. Saber que nunca había sido yo quien ponía las reglas, sino  los otros quienes me las hacían obedecer. Mucho peor que la mirada perdida de Louí; porque él me pertenecía, tanto como yo le pertenecía a él. Pero las otras cosas me eran ajenas absolutamente, me rebajaban, me contaminaban  y no tenían ningún derecho a permanecer allí, atrincheradas y ávidas de saltar dentro de mi vida, dentro de mi propio cuerpo.

Estaba tan confusa, tan decepcionada que por eso pregunté cuando entré en casa, porque le quería a él allí y a los otros fuera. Pero los otros no estaban fuera, sino conmigo; y quizá temí que tampoco Louí fuera a obedecer a mis deseos. Él, que siempre pretendió amoldarse a ellos. Y me asustó no verle cuando abrí la puerta, y que no contestara cuando dije su nombre. Siempre estaba allí cuando le necesitaba ¡Me amaba! ¡Decía que me amaba! Por eso siempre estaba allí para mí, en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche. Lo mismo que por la mañana amanecía y por la noche oscurecía Louí me esperaba y se convertía en el guardián de mi voluntad, en el caballero cuya única causa era yo. Como debía ser. Pero aquella noche grité su nombre y no apareció. Yo, con mi voz, con la voz que le hechizaba de solo imaginarla, pronuncié su nombre y él permaneció oculto. Las sombras se ceñían a mi alrededor, la habitación empequeñecía por momentos y yo, por una vez, no sabía qué hacer.

Hasta que me decidí a buscar en los otros cuartos. Cuando por fin le encontré estaba lejos, muy lejos porque yo me había ido. Sabía que esa sería su excusa cuando regresara de aquel mundo suyo por el que me había abandonado. Me diría que por fin, mi seguridad de no perderle sólo había servido para alejarle un poco de mí. Alegaría que había sido sólo un momento, apenas un par de minutos. Pero fue suficiente. Fue una eternidad que me perteneció por completo y que utilicé para contemplarle con toda la intensidad del mundo.  Era frágil, más aún que Francoise. Frágil más allá de sí mismo y de mí y de todas las cosas que hayan existido o puedan existir jamás. Estaba roto ya. De forma irreparable. Tan pálido con el pelo negro y rizado resbalándole por la espalda. Y los ojos cerrados en un sueño que no lo era y que sin embargo tampoco podía ser otra cosa. Supe con certeza  de la  transformación,  de su verdadera razón,  de su naturaleza. Fue como si hubiese querido morir un poco, como a fragmentos. Porque ya no creía en su casita de estrellas y rocío, o porque creía demasiado en ella. Sobre todo porque, mucho más que yo, había nacido en una época y en un lugar a los que no correspondía y a los que jamás podría pertenecer. Había descubierto la inexistencia de alguna  cosa esencial. Tal vez de la existencia misma. Eso que a mí se me ha revelado tan tarde. Pero entonces, en el momento en que lo tuve para mí sola durante el tiempo suficiente  para entenderlo todo, sólo me entristeció verlo allí, desvalido. Sin otra cosa para sobrevivir que yo. De golpe me llené de rabia. Habría empezado a gritarle si no hubiera regresado. Siempre aparecía en el momento preciso. Como si jugase a reconocer mis estados extremos de ánimo, como si también él formase parte del juego de Jean, de la trama de Marguerite.  No me cansaré nunca de recordar eso en él. Y aparecía con aquella expresión en sus ojos ambarinos, como si yo fuera lo único que había en el mundo para mirar, para ver. Aquel día habría bastado cualquier cosa para evitar lo que ocurrió, pero yo estaba tan enfadada que no fui capaz de encontrar nada bonito que decirle. Necesitaba servirle de algo y fui incapaz de articular palabra. Yo no sé, ni quiero saber, si el se dio cuenta. Y quisiera olvidar cómo me besó, cómo me desnudó y me llenó toda de caricias. Todo estuvo bien. Extraordinariamente bien. Hasta que apareció el fantasma de Marguerite para ocupar mi lugar. El sitio que me pertenecía por derecho. Había estado tanto tiempo huyendo de ella, sin concederle importancia, tratando de robarle su entidad, que casi lo había conseguido. Pero Louí me quería con él. Toda para él. Y me faltó la fuerza física para levantarme y marcharme de allí. Para siempre. No podía pensar. Mientras pronunciaba aquel nombre que jamás sería el mío con la voz entrecortada y respiraba casi con dificultad, mirándome, cubriéndome por completo, yo sólo cerré los ojos para pretender que no estaba allí. Lo había evitado durante todo aquel tiempo, había conservado las cosas en el estadio perfecto, y mi castillo se derrumbaba porque Louí me había deseado y yo no había sabido negarme. Marguerite, que  probablemente estaba con Jean y con Beth ¿Dónde si no a aquellas horas?, lo había preparado con precisión de bruja. Y allí estab yo sin poder hacer otra cosa que odiarla, que querer matarlos a todos, incluso a Louí por no saber resistirse a su naturaleza.  Me lo estaba dando todo y Marguerite respondía con la misma intensidad a través de mí. Al fin me abandoné al placer de ambos y me mataron. Dejé completamente de existir. Ni tan sólo sé como es que puedo recordar algo que pasó cuando yo estaba muerta, sin poder sentir nada más allá de mi odio quemándome los ojos. Estaba ridícula allí. Amándole. Fuera de lugar entre Marguerite y él que sonreía enamorado y tonto. Aquello fue lo peor hasta tal punto que podría haberle seguido odiando  para siempre si no hubiera sido porque eso, su ignorancia, su no saber qué era lo que en realidad me estaba haciendo, era necesario para hacer posible mi felicidad.

Lugares equivocadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora