Capítulo 4 - María (segunda parte)

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En el salón no había luz, como en el resto de la casa. Los dos ventanales por los que debería haber entrado el sol estaban cubiertos por cortinones antiguos que lo llenaron todo de polvo cuando María los corrió. Como en las demás habitaciones, las ventanas habían permanecido echadas durante años y subirlas dejó a María al borde del agotamiento. La claridad atravesaba apenas los cristales sucios, pero m9ostraba una habitación de limpieza inmaculada. El polvo de las cortinas se había asentado enseguida, pero el suelo del salón aún brillaba; lo mismo que los pocos muebles y las figuritas que había ido acumulando en una estantería tan grande como la pared del fondo.

- Tantos años –dijo. Y avanzó hacia las figuras.

- Tantos años para nada. Yo les cuidé. Yo les atendí hasta que no pude más. ¡Yo! ¡Yo me convertí en esto por ellos!

            Ya estaba junto a la estantería, la miraba de arriba abajo como si no la hubiera visto nunca. Cerró los ojos y cogió una al azar. Se le resbaló entre los dedos y estuvo a punto de hacerse añicos contra el suelo de madera. Era un alce de cerámica blanca y cuernos de cristal.

- ¿Qué don Jaime? ¿Ya se le ha olvidado? Yo era la hija que nunca tuvo. Me quería usted como a una hija y decía que su mujer también me querría si no hubiera muerto. Sí, doña Casilda me adoraría ¿Cómo no?. Doña Casilda estaba en los peores corros, ¿sabe usted? A doña Casilda la oí murmurar de mí un millón de veces antes de morir. Entre ella y la otra bruja, la señora Rosa, me ponían a caldo. Fue su señora la primera que dijo que la culpa había sido mía. Y me retiró el saludo, y fue de las pocas que no vino a casa a dar el pésame a mi padre. Pero usted decía que yo era como su hija. Parece mentira, don Jaime. Tan tonto a su edad. Parece mentira que no supiera por qué le dejaron solo en el entierro. Y más tonta soy yo, que encima le acompañé, y le dije que sí, que la difunta era una santa.  Pero la difunta era una usurera que se aprovechaba de su tienda de santos para hacer negocio. Y me odiaba porque yo era pobre pero no podía. Y yo no quería que me odiara ¿sabe? Yo quería que me perdonara y que no le dijera a nadie más que la culpa había sido mía, yo quería decirle que estaba en casa y que Ana no me escuchaba nunca. Y por eso luego me quedé con usted, porque pensaba que a lo mejor así me perdonaba. Pero doña Casilda estaba embrujada, como los demás. Como todos.

            Mientras hablaba, despacio, apretaba los cuernos del alce con tanta fuerza que terminó por quebrárselos y hacerse una herida en la mano.

- Y esto es lo que me toca.

            La herida sangraba y el alce se deslizó por fin hasta el suelo para partirse en varios trozos grandes. María los miró furiosa. Miró el buceador con escafandra de la señora de Abel Sánchez, que entre delirios le había contado como su marido había matado a su hermano por celos cuando ella estaba delante. Le contó como le había golpeado en la cabeza y cómo ella había mentido en el juicio porque era su marido; y que cuando estaba medio lúcida se acordaba de que María era hija y hermana de dos muertos y  la llamaba envidiosa y le decía que la envidia era un pecado y que había que luchar contra ella porque podía llevar a cometer crímenes atroces. Y la miraba a hurtadillas y rezaba por ella en voz baja y le pedía a Dios que la perdonase como había perdonado a Abel porque la niña era muy bonita y muy salada  y su cuñado era muy rico y muy bueno y ninguno de los dos se merecía morir y nadie era quien para matar a nadie, pero él los había creado malos y por eso les tenía que perdonar, porque no era culpa suya ser malos ni tener envidia ni hermanos ricos y buenos ni hermanitas bonitas y muy saladas y cariñosas con todo el mundo. Miró la ballena azul con un chorro de agua que le salía de la espalda que le había regalado doña Juliana Mirto, que murió de cáncer porque el remordimiento la había reconcomido por dentro gritaba a maría que se fuera de su casa, que ella en su casa no quería asesinas, que más le valía ir a la policía y que la encerraran en vez de molestar a gente de paz como ella, que había casado a su hija mayor con el novio de la pequeña porque a la pequeña no le convenía; y luego había casado a la hija pequeña con un viejo porque se había vuelto loca de pena y nadie la miraba siquiera, ni ella tampoco la quería en casa, que bastante tenía con ocuparse de los nietos que le había dado la mayor; pero resultó que el viejo ataba a la hija pequeña a la cama y la violaba mientras la llamaba loca y le tapaba la boca para que no gritara y la dejó morir de hambre y de frío. Miró también la maestra de escuela con gafas enormes y cola de caballo de Ana María Triste, la que lloraba porque su marido se había suicidado por su culpa cuando se enteró de que su hijo Eduardo no era suyo; pero no lloraba por María que la sacaba de la cama  y la colocaba en la silla de ruedas, que le hacía la compra todos los días y para la que sólo tenía miradas de reproche y palabras de compromiso; miró también el cochecito de bebé de don Gabriel, el de los celos enfermizos, el que se despertaba siempre por la noche porque soñaba una y otra vez cómo había matado a golpes a su hijo antes de que naciera, cómo se había ensañado con el vientre hinchado de su mujer porque estaba convencido de que el niño se la arrebataría, cómo había continuado con las patadas y los bofetones durante años sin que ella dijese nada, sin dejar de caminar con la cabeza tan alta que parecía que el cuello se le iba a dar de sí, sin dejar de permitirse criticar a María cada día de su vida.

- ¡Fui yo! ¡Fui yo, no ella! ¡Ella estaba muerta! ¡Donde tenía que estar! ¡Y yo no la maté! ¡Yo no era un monstruo como ustedes! ¡Yo no era un monstruo!

            Cogió otra figura cualquiera, una pastorcilla llena de volantes de color de rosa, un delfín sonriente, un oso panda, un torero. Fue cogiéndolas una a una y las estrelló contra el piso que se astillaba con cada golpe y se llenaba de esquirlas de colores brillantes y cadáveres de animales, personas y personajes de cuentos mutilados, desmembrados. Por una parte estaban los cuerpos y por otra las cabezas estúpidamente alegres, las manos que sostenían bastones, ramos de flores, cestas, armas de precisión, los pies descalzos o calzados, las patas peludas o no, los picos, los morros graciosos, las mandíbulas sanguinolentas, los dientes afilados o romos.  Los destruyó uno por uno hasta que no quedó ninguna figura entera, ni ningún mechón de su propio pelo sujeto por una horquilla, ni un centímetro de su vestido negro que no estuviese manchado de sangre.

Entonces miró a su alrededor y respiró hondo. El espectáculo la asombró tanto que por un momento se le olvido pestañear. Cuando recuperó el control de sí misma y ahogó el deseo de reír a carcajadas se alisó la falda y se pasó la mano por el pelo enredado y estropajoso. La herida le dolía y no había dejado de sangrar. Se había arañado una media luna en la base del dedo pulgar, inofensiva pero engorrosa. La sangre brotaba con fluidez, limpia y roja. María no pudo evitar un recuerdo para la veneración de su padre por los vasos capilares. Siempre le habían asustado más las raspaduras superficiales que la posibilidad de desangrarse por un corte accidental en la vena cava. No soportaba que sus hijas se hiciesen pequeñas heridas, que se levantasen las costras como todos los niños hacían. Era una manía tan tonta como la de creer que los pocos años y los cabellos rubios convertían a una niña en mucho más frágil que otra con los cabellos morenos y apenas unos meses mayor. Y el tiempo había terminado por darle la razón en ambas cosas: Ana había muerto rubia y menuda mientras María vivía para llenar su salón de sangre capilar.

Pero aún así María le guardaba rencor. Porque el tiempo había pasado, pero cuando ella y Ana aún estaban vivas el tiempo no le había dicho nada a su padre, y él ya había empezado a establecer diferencias. Como que correspondían a maría más tareas en la casa, o que debía ser más responsable y cuidar de que a Ana no le ocurriese nada. Sobre todo la mayor diferencia era aquella. Porque de que no le ocurriese nada a María no cuidaba nadie. El padre hacía oídos sordos a todas sus quejas o a sus peticiones. María tenía que ayudar a Ana con los deberes, no importaba si le quedaba tiempo para hacer los suyos; tenía que salir a jugar con su hermana aunque no le apeteciera, tenía que vestirla y prepararle el desayuno como a ella le gustaba porque no podía marcharse al colegio sin comer. Para su padre María no contaba más que en función de Ana, la pequeña, la rubia, la muñeca que había que proteger. Y Ana se aprovechaba de parecerse tanto a su madre y de que su madre hubiera muerto joven y de que su padre no quisiera perderla dos veces. Sacaba partido de la sumisión de María y de la debilidad de su padre siempre que podía. Obligaba a su hermana a hacerle tortitas los sábados, a salir con ella de escalada, a compartir a sus amigos. Fingía estar enferma para que María no pudiera salir si se enfadaba con ella. Y el padre no quería enterarse de nada.

María volvió a la cocina a curarse la herida. El montón de papeles que no había terminado de leer seguía en una esquina de la mesa. En uno de los armarios buscó los últimos periódicos y los examinó con cuidado. Encontró el anuncio repetido en varios ejemplares consecutivos. Le había llamado la atención la primera vez al fijarse en el código postal. Se había preguntado cual de sus vecinos había tenido semejante idea y había estado tentada de participar sólo para descubrirlo, para saber quién escondía aún más miserias de las que ella conocía. No lo hizo porque en los días siguientes el código postal no se correspondía con el de resignación. Tenía un cero de menos.

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