Capítulo 1 - Inés

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Había perdido la mayoría de los recuerdos de su infancia. Le daba envidia que todos hablaran de cuando eran pequeños, de cuando habían nacido sus hermanos y de los primeros Reyes Magos. De llorar en medio de la noche pidiendo un vaso de agua hasta que una mano blanca y suave les acariciaba la frente y les daba una aspirina infantil disuelta en una cucharilla de café, de cuando se rompieron el brazo, o la pierna, del primer día de escuela y de todas aquellas lágrimas porque las madres se iban llenas de manos blancas y suaves. De parques llenos de árboles y de abuelos que se manchaban los bajos de los pantalones para sacarles de los barrizales, de padres que se metían en líos para ocultar pequeñas negligencias, de vacaciones en la nieve.

El primer recuerdo que conservaba era el de su madre pintándose los labios frente al espejo del cuarto de baño.

La madre de Inés Duarte se llamaba Clara. A Inés le gustaba decir el nombre de su madre, se le llenaba la boca. Y a Clara le gustaba que su hija no la avejentara llamándola mamá. Se teñía el pelo de rubio y se maquillaba mucho. Durante el día trabajaba en una oficina y por la noche miraba catálogos de ropa. Tenía vestidos de todos los colores, faldas cortas y largas, camisas sin mangas y con mangas que casi le tapaban los dedos, algunos sombreros, fulares vistosos, pocos pantalones, camisetas de algodón que mostraban su escote, o sus hombros o ambas cosas. En verano nunca tenía marcas blancas en la espalda ni en las caderas porque tomaba el sol desnuda. Y todos los fines de semana había una fiesta en su casa. Muchas veces se trataba solamente de un par de amigos que se quedaban para cenar y luego escuchaban música hasta el amanecer. Los discos se sucedían sin nombre, lo mismo daba Jazz que pop barato. Los hombres golpeaban el suelo con la punta de los zapatos, las mujeres movían los hombros y cerraban los ojos. Para Inés, que espiaba desde la puerta del pasillo, todos aquellos movimientos sinuosos, las miradas equívocas, los roces casuales y las sonrisas cómplices formaban parte de rituales mágicos que quería practicar. La luz baja de la lámpara auxiliar, el tintineo del hielo en los vasos de tubo y, por fin, su madre que se levantaba a bailar sola hasta que arrastraba a los otros consigo. Era como una diosa antigua. Y la hija soñaba con el día que la dejara cenar con sus amigos, inclinar la cabeza de modo que las puntas del peno le rozasen apenas la cintura y mecerse al ritmo de una música que nada tendría que ver con la que conocerían sus compañeros.

            Al menos una vez al mes la casa de Clara se convertía en un gran espectáculo. Era el sábado favorito de Inés aunque tuviera que dormir temprano y dormir la siesta. Por la mañana Clara la levantaba para que la ayudara a hacer la casa mientras ella iba a la compra. Inés se levantaba enseguida, se preparaba el desayuno y se convertía en la asistenta más eficiente. Cualquier otro sábado del mes refunfuñaba como una vieja, remoloneaba en la cama y fingía no encontrar las bayetas o los esprays; pero si era sábado de fiesta, Clara lo encontraba todo reluciente y listo para empezar a cocinar cuando volvía del mercado.

            Inés se encargaba de los canapés. Aquel era su segundo recuerdo nítido.

- No importa que estén buenos, cielo. Tienen que ser bonitos. Tú mezcla bien los colores y ya está.

            Aquellas fueron las fiestas que crearon la leyenda. La casa se llenaba de gente, las luces escaseaban y los invitados sólo salían de madrugada, aún riendo, sosteniéndose unos a otros; o a escondidas, escapándose de los otros, apresurándose para llegar al coche.

            A Inés no la dejaban asistir. Clara no se lo permitió hasta que cumplió los catorce años Hasta entonces tenía que limitarse a permanecer despierta hasta que el penúltimo hombre de la casa se había ido y escuchaba como el último cerraba la puerta del cuarto de su madre y bajaba, deslizándose junto a la pared, para ver los restos de la magia. Los vasos medio vacíos en cualquier rincón, las migas de los aperitivos cubriendo toda la alfombra, algún jersey o chaqueta olvidados, el ambiente cargado por el humo del tabaco y el olor a alcohol y sudores mezclados. Inés lo miraba todo y daba unos cuantos pasos de baile en medio del desastre.

            Por la mañana nunca veía al hombre que había pasado allí la noche. Por lo que ella sabía podía ser siempre el mismo, pero no era eso lo que se contaba.

            A las niñas que compartían recuerdos perfectamente intercambiables no se les permitía jugar con Inés. Alguna llegó a decirle que su madre se lo había prohibido porque estaba enferma y la podría contagiar.

- Esas madres están convirtiendo a mi hija en una víctima.

            El director miraba a Clara con curiosidad, deseo y rencor. Se habían visto en un par de reuniones y la madre de Inés no le había prestado ninguna atención a pesar de sus insinuaciones.

¿Es que no va a hacer nada?

            El director entrelazó los dedos por debajo de la barbilla porque lo había visto hacer en alguna película. Había ensayado el gesto en casa y le parecía que le daba un aire distante, duro y atractivo.

- No hay nada que pueda hacer.

- Está claro que no quiere hacer nada.

            Clara se levantó para dirigirse a la puerta. Los tacones se estrellaban contra el suelo de baldosa y el director no podía creerse que la mujer se estuviese marchando sin suplicar.

- Quizá si lo discutimos más despacio...

            La madre de Inés ni siquiera se volvió para contestar.

- No hay nada que discutir.

            La puerta se cerró con estrépito a su espalda. Inés, que la esperaba sentada junto al escritorio de la secretaria, se levantó y la cogió de la mano. Mientras tanto el director desenlazó los dedos y se deshizo el nudo de la corbata.

            Inés cambió tres veces de escuela porque en Silencio no había una cuarta. En su clase no la hablaban más que los profesores, pero las fiestas continuaron en su casa.

Lugares equivocadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora