Relato II: Diario de brujería

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Me encontraba en un viaje al otro lado del mundo cuando recibí la noticia. Carl, el mayordomo de la familia, había encontrado sin vida el cuerpo de mi abuelo en su habitación. El pobre hombre llevaba años padeciendo de una terrible enfermedad en el pulmón. Desde que había fallecido mi abuela, se negaba a tomar su tratamiento. Nadie podía obligarlo. Creo que esa tragedia le hizo perder la cabeza. Aunque tampoco estoy seguro de que hubiera estado demasiado cuerdo alguna vez.

Mis abuelos para mí eran realmente como mis padres. Nunca conocí a mis progenitores. Mi madre murió en el parto y mi padre nunca quiso hacerse cargo de mí. Desde que tengo uso de razón, viví en la antigua casona de mis abuelos. Tan grande y solitaria como una casa de hacendados muertos podría ser. Mi abuela me cuidó por muchos años mientras el abuelo estaba en la guerra. Cuando regresó, ya nunca quiso salir de allí. Y no lo hizo. Hasta su último suspiro permaneció sin poner un pie fuera de su propiedad.

Tuve que cancelar mi participación en varios conversatorios importantes y excusarme con mis colegas. Tomé el primer vuelo disponible. Al llegar, me recibió Carl, muy serio como siempre.

—Señor —dijo mientras bajaba la cabeza.

—Ha pasado algún tiempo, Carl —respondí—. Me alegra volver y que sigas siendo tú quien abre la puerta. Es reconfortante.

Pasamos de inmediato al comedor. Carl había preparado café y me trajo algunas galletas de mantequilla. Yo observaba la casa. Sus paredes habían decaído muchísimo. Se podía palpar la humedad. Los cuadros estaban llenos de moho y las telarañas no habían sido retiradas en muchos meses. La última empleada de limpieza se fue con la muerte de la abuela. Mi abuelo no pensaba que fuera necesario pagar para mantener una casa que, al fin y al cabo, se iba a desmoronar en algún momento. Siempre fue un hombre práctico.

—¿Y dónde está? ¿Se lo han llevado ya?

—Sí. El doctor Wider se encargó él mismo de llevarlo a la morgue. Están esperando por usted para que vaya a decidir qué hacer.

—Mi abuelo siempre pidió que lo cremaran. Era un fiel creyente de la resurrección de los muertos —solté una risa apagada—. Decía que, si algún día se salían de las tumbas y volvían a caminar por la Tierra, él no quería ser parte de esos imbéciles. La vida era una.

—Su abuelo siempre tuvo una percepción muy excéntrica acerca de la muerte.

—¿Y cómo fueron los días antes del deceso? ¿Estuvo tranquilo?

—Si algún adjetivo pudiera describirlo, joven, definitivamente sería cualquier otro menos tranquilo. Ya sabe usted que siempre fue una persona activa, en especial desde la muerte de la señora. Decía que debía mantener su mente ocupada.

Mostré media sonrisa, un poco forzada, y continué apreciando el desgaste de los muebles. Carl permaneció un buen rato en silencio, aunque se veía inquieto. Parecía como si se debatiera entre si debía o no decir algo. Finalmente, decidió soltarlo.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora