Relato III: Los lobos del bosque

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Yo era muy niña cuando mis padres compraron una pequeña casita en las afueras del estado. No era cómoda ni mucho menos, pero supongo que para nuestro estatus económico estaba más que bien. Nunca me gustó que conservásemos la vieja decoración que tenían los anteriores dueños de la casucha. Mi madre decía que aquello nos motivaría a irnos más rápido de allí, hacia una mejor, pues nos sentiríamos como si fuésemos extraños adueñándose de una casa ajena. Aun así, a mí no me hacía demasiada gracia encontrarme con aquellas miradas escalofriantes que provenían desde los cuadros del pasillo. Poco después me enteraría del verdadero motivo por el cuál no pusimos ni una sola cosa nuestra en aquella casa.

Vivíamos al final de una calle sin salida, a nuestra izquierda estaba la puerta hacia un bosque desconocido. Como mis padres trabajaban mucho, yo cruzaba el portón de vez en cuando y me perdía entre aquellos árboles encantados. La niñera que me habían puesto para cuando volviese de la escuela estaba ya vieja y se dormía a cada rato. Mis padres le pagaban muy poco, por lo cual, ella trabajaba muy poco también. Yo regresaba a casa justo a tiempo para no ser descubierta.

En aquel lugar mágico, mi imaginación recreó cientos de historias. Podía ver las hadas custodiar mi castillo y conversaba con ellas mientras esperaba que mi príncipe viniera a rescatarme de la fortaleza en la que yo misma me había encerrado. Otras veces, por el contrario, me volvía yo la valiente y luchaba contra enormes bestias y monstruos feroces. Creía que era justo que yo también salvara a un príncipe en problemas. ¿Por qué no? No necesitaba más que mi ramita de roble torcida, que en secreto era un poderoso bastón mágico capaz de destruir cualquier cosa a su paso. Pero una tarde descubrí a la más feroz de todas las bestias.

Había sentido un resoplido a mi alrededor, pasos sobre las hojas secas. Un gruñido llegó hasta mis oídos, pero no era de ferocidad sino de lamento. Quejidos débiles provenían de un lugar no muy lejano al mío. Caminé en dirección a aquel curioso cantar. Me subí a las ramas de un árbol para ver la escena.

Un ciervo bebé, como los de los libros de la escuela, estaba echado de lado a los pies de un viejo árbol. Tenía el vientre manchado de un color carmesí. Pocos segundos después llegó la madre. Vio a su pequeña criatura agonizar en aquel claro y se puso furiosa. La hierba se movía extraña a su alrededor, había algo en los arbustos. Súbitamente, saltaron a escena cuatro lobos, como si fueran sombras. Rodeaban a mamá cierva, acechándola. Los lobos me parecieron en ese momento las criaturas más malas y horribles de este planeta. Ella intentó enfrentarlos y, al ver su clara desventaja, quiso dar todo por perdido y echar a correr. No pudo dar más de tres pasos cuando ya tenía a los lobos sobre ella, mordiéndole el cuello y el vientre.

No pude quedarme a mirar la escena sangrienta. Sentí la mirada de uno de los lobos sobre mí cuando bajé azorada por aquel tronco, corriendo en dirección a mi casa. Supuse que estaba muy entretenido con su cena y por eso no me siguió. Al llegar al portal de la casucha, respiré aliviada.

Esa tarde me había excedido del tiempo en el bosque y mis padres habían llegado a casa antes que yo. Se enteraron de mis salidas y me cayó encima un regaño terrible. Me prohibieron volver al bosque, bajo ninguna circunstancia podría regresar. Lo que no sabían que es ya previamente había decidido lo mismo. Me trataron bastante bien después de ahí. Mis padres eran más cariñosos conmigo y me daban todo tipo de mimos. Cada cena era un banquete especial. Yo no entendía la razón de aquel comportamiento, pero, como niña al fin, no lo cuestionaba.

Lo que no me tenía tan contenta eran las pesillas. Desde aquella tarde, casi todas las noches soñaba con los malditos lobos. Los tres lobos de ojos amarillos me miraban fijamente, mientras el de ojos rojos era el único que se acercaba, mostrando sus afilados e intimidantes colmillos. No les había contado nada a mis padres, pero la verdad era que aquello comenzaba a abrumarme.

La peor de todas las pesadillas tuvo lugar en invierno, algunos meses después. Al caer dormida, siempre aparecía perdida en el bosque. No sabía cómo regresar a casa. Me encontraba yo intentando hallar una pista que me condujera a mi hogar cuando aquel rugido comenzó. Ya lo conocía, los lobos me habían encontrado de nuevo. Los miré, tan aterrada como de costumbre y comencé a correr para perderme una vez más entre aquel laberinto de árboles grises. La jauría aullaba tras de mí, persiguiéndome en el bosque del terror. Obviamente, aquellas bestias eran más rápidas que yo y solo estaban jugando conmigo, burlándose de mi indefensa condición humana. Entre juego y juego, a los lobos se les hacía tarde y yo despertaba antes de que pudieran atraparme. Sin embargo, aquella noche, yo estaba más fatigada de lo normal. Me sentía terriblemente cansada y los lobos pronto se aburrieron de, prácticamente, tener que esperarme. Así que, finalmente, se pusieron serios.

Uno de los lobos de ojos dorados me derribó. Los demás me rodearon, dando vueltas y vueltas entorno a mí. Me habían vencido, el juego se había acabado. El lobo de ojos rojos no tardó en echarse sobre mí, con las patas delanteras presionando sobre mi pecho y las traseras en mis piernas. Me olfateó y yo vi en su mirada todos mis temores bailar como las llamas de una fogata. Soltó el aullido más desgarrador que había escuchado, como dando una orden. Enseguida, los de ojos amarillos comenzaron su labor. No podía correr a ninguna parte, no tenía energías y, para rematar, el peso del lobo sobre mí era inamovible. Sentí cómo los colmillos de los canes me rozaban la piel. Cerré los ojos con fuerza y, aun con mi corta edad, supe que debía prepararme para una muerte larga y dolorosa. El fantasma de la madre cierva me saludaba triste desde un rincón.

Para mi sorpresa —y para mi desdicha—, los lobos no mordieron mi piel con fuerza, desgarrándola vilmente. No. Ellos comenzaron a morder de a poco, desprendiéndome la piel a capas. Aquello era incluso peor, provocaba un dolor agonizante. Era como si mi piel no fuese más que tierra y sus colmillos se hubiesen transformado en las patas de un perro que escarba para esconder el hueso. Sentía la sangre chorrear despacio allá donde mordían. Era terrible, verdaderamente terrible. No podía resistirlo más. Grité con todas mis fuerzas. Grité hasta creer que me dejaría sorda a mí misma. Entonces desperté y lo descubrí todo. Descubrí que lo que quería comerme no eran aquellos lobos. Suyos no eran los colmillos que me rasgaban la piel.

Eran papá y mamá.


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Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora