Relato I: Los escucho llorar

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Cada tarde, cerca del arroyo, encuentro a una niña. Trae el cabello siempre recogido en dos coletas rubias y viste trajes de colores suaves. Unas pecas intrépidas le escalan las mejillas hasta llegar casi al contorno de sus profundos ojos verdes. Ella sabe que yo la observo, se ha girado para dirigirme miradas, como invitándome a acompañarla. Yo, por miedo, no lo hacía.

Durante tres semanas, o incluso un poco más, estuve visitando el arroyo para poder verla. Mi casa no estaba muy lejos de allí. No puedo negar que me causaba curiosidad el no saber de dónde venía aquella niña. Sin embargo, había una duda que me recorría cada rincón de la mente, arañando las paredes, inquieta por salir. ¿Qué es lo que tanto miraba en el arroyo?

Un día, luego de haber contemplado su llegada de quién sabe dónde, me acerqué a ella. Lo preciso para que me notara, pero no lo suficiente para descubrir qué miraba aquella niña con tanta devoción. Ella giró la cabeza hacia mí y me entregó una tierna sonrisa, inocente. Me atreví a hablarle con la voz en un hilo y las sílabas repitiéndose tontamente en mi lengua como si fuera el tartamudo más grande que el universo concibió.

—H-hola —había dicho yo.

—Hola, mi nombre es Lissa.

—¿Qué ha-haces, Lissa?

Pude notar su sonrisa aun cuando no me estaba mirando, sus manos jugueteaban con el agua que fluía.

—Converso con mis amigos —confesó—. ¿Quieres conocerlos?

Yo retrocedí por instinto. Primero unos dos pasos, luego cinco más. Algo en mí me dijo que aquella adorable niña no se refería a los renacuajos que probablemente nadaban por allí, ella veía algo más profundo.

Esa tarde regresé algo turbado a casa. Mi madre me recibió con su aguacero de órdenes hasta que finalmente ya me había dado un baño y había comido. Al intentar descansar, la brisa se colaba a través de la ventana entreabierta y me mantenía sin dormir. Podía bien, levantarme de la cama e ir a cerrarla. No lo hice por dos motivos. El primero de ellos era que un miedo terrible me abrumaba. Me tenía envuelto en su oscuro manto mientras una sombra de ojos amarillos me arrullaba. El segundo era que, a consecuencia del primero, quería mantenerme despierto. Fue la primera noche en toda mi vida que no cerré los ojos. Me mantuve siempre mirando la luna a través de la ventana.

Al caer la tarde del día siguiente, mi cuerpo se sentía pesado. Mis energías no bastaban para mucho. No obstante, logré llegar al arroyo y contemplé de nuevo a la niña. Luché con intensidad para no caer rendido mientras la miraba. El sueño comenzaba a apoderarse de mí. Una vez que la niña abandonó la escena, supe que era momento de regresar a casa, mas, justo cuando me disponía a echar un pie hacia el camino de vuelta, un lamento surgió a mi espalda.

Me giré lentamente, con el miedo temblando en los labios, para descubrir que no había nada tras de mí. Todo seguía exactamente igual. Las hojas secas formaban una alfombra naranja a los pies del viejo roble, el arroyo corría desenfrenadamente por su caudal, incluso las pisadas de la niña se mantenían dibujadas en la mojada tierra. El lamento volvió a sonar, llamándome en un hipnótico cantar de agonía. Me atrajo hasta orillas del arroyo y pude contemplar lo mismo que la niña visitaba cada día.

Solo había agua allí. El agua cristalina acariciaba los bordes mientras se perdía a lo lejos en su carrera hacia la nada tan lejana. Un sapo me observaba desde el otro extremo a la vez que cazaba moscas. Solté un bostezo feroz y, burlando mis instintos protectores, caí al suelo. Intenté ponerme de pie, pero, al apoyarme en una rodilla para levantarme, la tierra cedió bajo mi peso. Me precipité con cara de pánico y el corazón latiendo a por mil hacia el arroyo. Sentí como se me inundaban las ropas y seguido a esto la piel, el cabello. Fue entonces cuando el sueño me venció.

Mamá se puso muy furiosa cuando se enteró que estaba empapado. Pude verla contemplándome sobre la sábana de hojas amarillentas, pero en su rostro no se distinguía ternura sino horror. Lágrimas le resbalaban por las mejillas y sus labios balbuceaban algo que yo no entendía. Quise decirle que ya no llorara, que la ropa se secaría y yo le ayudaría a lavarla y tenderla, pero seguía aún adormilado. Finalmente, observé como mi madre cargaba con un bulto en los brazos, me daba la espalda y se alejaba de mí, dejando que la corriente de agua me congelara la sangre.

Desde entonces los escucho.

Me tomó tiempo comprender, pero al final lo hice. El paquete que mi madre se había llevado no era otra cosa que yo mismo. De algún modo me había separado en dos partes, una de ellas se quedó en el agua para siempre.

Y ahora los escucho. Siempre los escucho llorar.

Cada tarde, cerca del arroyo, encuentro a una niña. Trae el cabello siempre recogido en dos coletas rubias y viste trajes de colores suaves. Unas pecas intrépidas le escalan las mejillas hasta llegar casi al contorno de sus profundos ojos verdes. Ella sabe que yo la observo, sabe que estoy en ese arroyo.

Ella sabe igualmente que, siendo el único niño aquí sepultado en el agua, me siento muy solo. Necesito compañía.

Sabe que quiero escucharle a ella llorar también.

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Susurros a medianocheWhere stories live. Discover now