Relato XXIII: Mil millones de sonrisas

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Cuando me llegó la hora de decidir a qué profesión dedicaría el resto de mi vida, yo no tenía la más mínima idea. Siempre he tenido buenas calificaciones, aquello no era un gran problema, pero no sentía verdadera vocación por nada. Pasé meses y meses realizando exámenes en línea o incluso en las mismas universidades para saber a qué rama estaba inclinado. Ninguno me ayudó a decidirme.

¿Médico? No me gustaba la idea de tener que estudiar tanto. ¿Abogado? Me aburre leer. También descarté la posibilidad de ser ingeniero cuando los números comenzaron a aborrecerme. Sí, sabía que existían otras muchas carreras. Simplemente no me sentía atraído por ninguna. No fue hasta el cumpleaños de mi sobrino menor que realmente encontré mi pasión. Y me refiero a una pasión real, profunda. Me sentí completo al encontrar algo tan importante en un evento así de casual.

Resulta que, mientras todos disfrutaban de la fiesta, yo estaba atento mirando al payaso. Quedé cautivado desde su aparición tan singular. Había salido desde abajo de una mesa. ¡Y nadie se había percatado que estaba allí! Todo lo que hacía el payaso me encantaba. Sus chistes, sus bromitas pesadas, los juegos que hacía. Y, sin duda, lo más especial de ese momento fue notar todas esas caritas de niños ilusionados mientras observaban a un loco con maquillaje haciendo tonterías. Me pareció muy enternecedora esa escena y desde entonces decidí lo que quería: sería un buen payaso. Yo también quería sentir aquel afecto por parte de los niños, aquella efusividad al saludarme. Mi nuevo objetivo sería provocar sonrisas. ¡Mil millones de sonrisas!

Así que estudié para lograrlo. Tomé cursos de actuación, de maquillaje, de manualidades y de muchas otras cosas relacionadas a mi nueva profesión. Asistí a diversos seminarios donde me ayudaron a preparar mis primeros actos y a elegir mi personalidad como payaso. Aunque no lo parezca, este último punto es muy importante. Cada payaso debe tener ciertas características que lo definan, algo que lo haga muy especial. Y en esto influye desde la manera de vestir hasta el tono de la voz. Probé cientos de pelucas y mil estilos distintos de pintura facial hasta que di con el resultado perfecto. Quería sentirme cien por ciento conectado a mi nuevo yo.

Mientras me arreglaba para mi primera noche, sentí emociones fantásticas. Allí estaba yo, trazando líneas con pintura sobre mi cara, justo antes de exponerme ante mi primer público. Con cada retoque me iba transformando en otra persona, en un nuevo amigo. Eso me encantaba. Siendo payaso, sentía que me había descubierto y podía por fin ser verdaderamente yo mismo. Me olvidaba de todas las normas de lógica y moral, me despojaba de ellas como si fueran una simple armadura, y mi único fin se convertía en hacer reír a la gente.

Y luego está el tema de los niños... ¡Ay, los niños! Creo sinceramente que la belleza, en estado puro, solo se consigue en ellos. Son adorables criaturas llenas de amor y con una inocencia tan angelical que sería un sueño preservarla para siempre. Los niños son incapaces de odiar, incapaces de generar maldad. Creo que por eso prefiero trabajar rodeado de ellos, no son como las personas adultas que se van rompiendo y deformando a medida que crecen. Mientras mayor es el individuo, mayor es su capacidad de herir, de hacer daño. Ha vivido tanta tragedia que sus ojos ya no conservan el mismo brillo, ni el mismo color si quiera. El corazón de todos se va endureciendo más y más a medida que nos volvemos «grandes». En realidad, siempre he pensado que nunca dejamos de ser niños. Los adultos somos todos unos chicos pequeños jugando a ser grandes, jugando a vivir. Y ahora más que nunca, lo he reafirmado. Estoy seguro de que algo ocurre con nuestras mentes durante el camino a la adultez. Algo nos trastorna irremediablemente.

Sobre todo hoy, he vuelto a recordar aquella frase de mi madre que decía algo así como «Cuando crezcas, querrás volver a tener siete años». Hoy, al encontrar un cuchillo ensangrentado tirado en el lavabo, mi peluca desgarrada y mi maquillaje todo corrido. Sé que he llorado y sé que he hecho algo malo. Algo que no podía hacer. ¿Pero qué? Me miro al espejo y me siento roto, perdido. Mi propia imagen, que tanto adoré crear, me provoca náuseas. Creo que la magia en todo este asunto terminó por desbaratarse.

Soy un payaso profesional y adoro escuchar las risas de los niños. O bueno, creo que lo hacía hasta hace unas pocas semanas, cuando comencé a escucharlas en mi sótano.

Y luego los gritos, y los llantos... Y... y todo aquello.

¿Será acaso que no les gustó mi última broma?


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Susurros a medianocheWhere stories live. Discover now