Capítulo VII

13 1 2
                                    

Agamé y Malio se dirigieron cabalgando hacia la frontera. Hacía calor y Agamé se quitó el poncho. Debajo llevaba su cota de cuero y el carcaj colgado a la espalda. Al ir sin mangas pero con protecciones en las muñecas, Malio pudo entrever el tatuaje de la serpiente. Éste empezaba en su mano derecha y finalizaba, tras enroscarse por el pecho en la nuca.

Aunque ahora quedaba casi oculto bajo la ropa.

-¿Por qué elegiste al dios serpiente? Siempre fue Perún el dios que adorabas y al cual rezas aún por las noches.

Agamé no dijo nada, sino que dirigió su mirada hacia las montañas que se situaban a su izquierda

Malio sonrió y se situó en cabeza, un poco más adelantado ojeando el horizonte.

-También te oigo hablar en sueños, dices muchas cosas.

Agamé azuzó al caballo y se mantuvo en silencio. Juntos se dirigieron a la zona donde acampaban los sármatas y sus aliados.

Agamé pudo distinguir banderas con el dragón cosido en muchos colores. Parecía que casi todas las tribus se habían reunido allí para sellar el trato. Pasaban a convertirse en provincia romana y se les permitiría a una parte de ellos quedarse en el lado romano para reforzar la frontera y ayudar con la reconstrucción y ampliación de una red de fortificaciones. Los demás tendrían que unirse a las legiones que se quedarían en la nueva provincia y otros pasarían a formar parte del ejército disperso por el mundo conocido.

Se acercaron y al hacerlo vieron que los hombres y las mujeres formaban círculos alrededor de una espada. Estaba enterrada toda la hoja y sólo sobresalía el mango de un rojo brillante. El sacerdote se acercaba y vertía sangre fresca sobre la espada. La tierra iba absorbiendo el oscuro líquido mientras a su alrededor oraban todos, sentados alrededor de la espada sobre pieles de animales.

Malio había participado muchas veces del rito de adoración. Pero no entendía qué decían los rezos.

-Nunca he oído esos rezos- murmuró Malio casi como si fuera para sí mismo- ¿Qué significan?

Agamé se había quedado absorta presenciando la escena. Los cánticos resonaban por todo el valle.

-Yo tampoco los he oído nunca. Quizás formen parte de alguna de las profecías sagradas. Nadie nos enseña a orarlas, hasta que van a cumplirse. Solo entonces el sacerdote pronuncia los cánticos de los dioses y el pueblo recita las palabras y aprende así su significado.

Malio buscó entre los círculos la bandera del dragón rojo, símbolo del jefe que mandaba al grupo y mientras lo hacía, el cántico continuó como si en ese momento sólo existiera un pueblo y un dios.

Por fin Malio pudo ver al rey junto a sus hijos. El más alto debía ser Borístenes. La espada del rey no estaba enterrada, sino que se mantenía clavada en el suelo y la sangre goteaba por todo el filo hasta la hendidura que se formaba en el montículo sagrado.

El rey continuó cantando la profecía junto a los sacerdotes. Sus palabras eran ininteligibles. Malio y Agamé continuaban petrificados observando a todos los allí reunidos repetir con fervor unas palabras que no entendían.

Al parecer, la profecía se había extendido como el fuego por todas las tribus. Y su mensaje estaba instalado en todos los corazones.

El rey levantó los brazos y finalizó el rezo profético. A continuación, miró hacia las dos figuras y les señaló con el brazo.

-Allí está- dijo mientras señalaba a Malio- el tratado que nos traen los romanos. 

Y ante la señal todos gritaron al cielo y tras ello, los círculos se fueron rompiendo y el pueblo se fue dispersando en pequeños grupos. El rey volvió a bajar los brazos muy lentamente, como si estuviera despertando tras un largo sueño. Malio fue hacia él, pero Borístenes se lo impidió.

Malditos diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora