Capítulo 5

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La tía Beatriz tiene tetera, de esas que pones en el fuego y pitan cuando el agua está caliente. La tiene desde siempre; al menos, hasta donde alcanzan mis recuerdos. Se había levantado a preparar un té después de escucharme. Lo había hecho en silencio, enfrascada en sus pensamientos, y creo que algo preocupada. No era para menos. Escuchar voces era un asunto muy serio. Pero si a alguien podía contarle lo que me había pasado, esa era Beatriz. Y no por que hubiera estudiado Psicología, ya que al terminar se había sacado unas oposiciones en el juzgado y nunca había ejercido, sino porque era especialista en asuntos paranormales: sabía leer la mano, interpretar el tarot y esas cosas. No es que yo creyera mucho en todo eso, pero sin duda ella era la única persona que podía darme una explicación acerca de lo que me había ocurrido.

—¿Y estás segura de que no te quedaste dormida? Tal vez fuera solo un instante y no te diste cuenta —se sentó en el sillón enfrentado al mío y comenzó a dar vueltas al líquido rojizo de su taza.

—No —respondí tras dar un sorbo a mi té y constatar que necesitaba algo más de azúcar—. Estaba completamente despierta.

—Y no había ningún niño allí, ¿verdad? Ni nadie que hablara.

—No, tía. La voz venía de dentro. Y sé que tiene algo que ver con esa canción. De eso estoy segura. ¿Crees que me estoy volviendo loca?

—¿Recuerdas cómo es esa melodía? ¿Podrías reproducirla? — ni siquiera me miraba. Estaba concentrada, imagino que tratando de atar sus propios cabos. Lo intenté, pero no podía. La escuchaba en mi mente y, sin embargo, era incapaz de tararearla: todo lo que salía de mi garganta eran sonidos desordenados—. ¿Y seguro que no conoces de nada a ese chico?

—No —respondí—. De todos modos, no creo que tenga relación con él. Es solo esa canción.

Volvió a ponerse en pie y comenzó a pasear por la habitación mientras se ajustaba la fina chaqueta de punto alrededor de la cintura. No sé cómo podía tener frío cuando yo estaba sudando por cada uno de mis poros. Murmuraba algo que no podía entender y mordisqueaba una de las patillas de sus gafas. Sabía que no debía interrumpirla, así que me dediqué a observarla mientras sorbo a sorbo tomaba mi té. Parecía más joven de lo que era. Según mi madre, eso se debía a que no tenía hijos, lo que por lo visto envejece una barbaridad. Pero creo que mi madre sentía algo de envidia porque, a pesar de ser de la misma edad, Beatriz se conservaba mejor. Era casi tan alta como yo, debía de andar en torno al 1,72 o el 1,73. Sin embargo, era más delgada, sin tanto pecho ni tanto culo. Es posible que en lo del pelo rizado hubiera salido a ella, aunque el suyo era rojizo por el tinte y el mío era natural. Por suerte, con el paso de los años, mi cabello se había oscurecido y únicamente en verano resurgían algunos reflejos color zanahoria. Lástima no haber heredado también sus enormes ojos azules.

—Mira —se sentó de nuevo, esta vez junto a mí—. Existen conexiones invisibles. Hay innumerables casos a nuestro alrededor; solo hay que saber verlos. Hay hermanos que fueron separados al nacer y que, con el tiempo, fueron tomando decisiones en sus vidas, al parecer fruto del azar, que los llevaron a encontrarse, incluso en otros países o lugares remotos. Tal vez aceptaron una oferta de trabajo, o se casaron con una extranjera, no sé, cualquier cosa; el caso es que todo los llevó junto a su otro hermano desconocido. ¿Casualidad? No lo creo. Yo la miraba atónita. No entendía qué tenía que ver con las voces de mi cabeza, pero eso de las conexiones invisibles me parecía alucinante.

—Por ejemplo —continuó—, está el famoso caso de esa madre a la que le dijeron que su hija había nacido muerta, pero era mentira. Con el paso de los años, se mudó a una ciudad pequeña, a una casa junto a un parque. Todos los días, cuando volvía de trabajar, se bajaba del autobús y se sentaba a descansar en uno de sus bancos; todos los días, uno tras otro, a la misma hora. Con el tiempo, descubrió que una de las niñas que bajaba cada tarde a ese mismo parque era su hija. Podía haberse pasado la vida sin coincidir con ella. Bastaba con que hubiera tenido otro horario, otra combinación de autobús, que su casa hubiera estado dos manzanas más lejos... Pero no, todo le llevó a ella: cambió de ciudad, de trabajo, de casa, de vida, de horario y sintió la necesidad de descansar en el parque, a esa hora, en ese banco... Ese caso sería famoso en su círculo, porque yo nunca había oído hablar sobre aquello. Era fascinante. Me hubiese gustado preguntar más: cómo descubrió que era su hija, por qué le habían dicho que estaba muerta al nacer, qué pasó con los falsos padres de la niña..., pero sabía que debía permanecer atenta, porque en algún momento tendría que abordar lo de mis voces.

Pero a tu lado │Harry Styles│Where stories live. Discover now