Cap. 3 - Escena 4

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Al menos los quehaceres domésticos mantenían su mente tan ocupada como ir de caza, pensó Hood mientras doblaba una sábana con mucho cuidado y la dejaba en su canasto de mimbre. Obviamente, no era la misma sensación de estar al acecho, de ser perfectamente consciente de sus alrededores, de estar atenta a todos y cada uno de los sonidos que le llegaban, porque podían ser tanto una presa como un predador que había decidido que ese día en particular que ella bien se veía como la cena.

No, esta era otra clase de ejercicio mental, uno que requería ser meticulosa y planear cada uno de sus movimientos. Si se movía con demasiada rapidez, podía tirar algo y romperlo. Si dejaba la ropa demasiado tiempo en el agua, podía percudirse y arruinarse. Si dejaba la tarta que estaba cocinando demasiado tiempo en el horno, solamente tendría un pedazo de carbón con el que recompensarse después de un día tan arduo. De cierta forma, también la obligaba a ser consciente de lo que ocurría alrededor, pero no a moverse con rapidez o a preocuparse por su propia supervivencia. No era tan malo después de todo y no sabía por qué solía posponerlo con tanta frecuencia.

Por supuesto, esos eran pensamientos positivos porque estaba a punto de terminar. Todavía le faltaba hacer nuevas pastillas de jabón y dejarlas secar, pero lo peor ya había pasado: la cabaña estaba limpia, la carne puesta a salar, y en cuanto saliera la luna, tendría sábanas limpias y suaves sobre las que acostarse a dormir. Ni el estúpido lobo en su castillo estaría tan a gusto como ella. Lo pensaría hasta que la cabaña empezara a acumular polvo de nuevo y se viera en la necesidad de sacudirla otra vez.

El hecho que estuviera en el claro detrás de su propia casa, sin embargo, no significaba que estaba a salvo de los peligros del bosque. Siempre había alguna bestia que no tenía idea de lo que era la propiedad privada, algún animal sediento de sangre listo para irrumpir en la pacífica vida de alguien más y destruirla con sus zarpas ambiciosas. Por eso Hood guardaba las dagas en la bota incluso cuando suponía que no tenía nada que temer. Por eso miraba por el rabillo del ojo cuando algo se movía en el claro, aún si no estaba segura de qué era...

Atardecía. El sol alargaba sus rayos rojo sangre sobre el claro. Las sombras se alargaban y jugaban a las ilusiones ópticas para el que no estuviera lo suficientemente atento. Los pájaros que volaban de vuelta al nido podían parecer monstruos hambrientos surcando las nubes arreboladas, las briznas de pasto danzando en la brisa podían estirarse hasta parecer árboles, los troncos de los árboles podían simular hombres escondidos entre las sábanas agitadas...

La tela se rasgó como mantequilla derretida. El hombre se había apartado justo a tiempo para evitar que la punta afilada de la daga de Hood se clavara en su pecho y bajara para abrirlo en canal.

Sus labios se curvaron hacia arriba en una sonrisita burlona.

—Te has vuelto más rápida —le dijo—. Pero sigues actuando como un conejo asustado cuando ve al lobo...

—¡Fuera! —contestó Hood. Le ardía la cara de furia. Todas las buenas intenciones y sentimientos se habían desvanecido. La cazadora estaba de regreso y no tenía ningún interés en negociar.

—Eres imprudente y actúas con miedo, como el conejo que echa a correr en cualquier dirección sin saber qué es lo que quiere o a donde va —le replicó él—. No sé qué esperas ganar de todas tus excursiones a la ciudad.

—No te concierne —dijo Hood, alzando el cuchillo otra vez. Lo que en realidad quería decir era que él no lo entendería. Las cosas que no conseguiría entender nunca podrían llenar la biblioteca del König. Y de todos modos, a ella no le interesaba explicárselo—. ¿Te vas a ir, o tengo que echarte?

El hombre no se movió, así que Hood le lanzó otra estocada, apuntando a su cuello grueso esta vez. El hombre frenó la daga con la palma abierta de la mano, y aunque presionó hasta que un hilillo de sangre se deslizó entre sus dedos, Hood ni siquiera tuvo la satisfacción de verlo encogerse de dolor.

 El hombre frenó la daga con la palma abierta de la mano, y aunque presionó hasta que un hilillo de sangre se deslizó entre sus dedos, Hood ni siquiera tuvo la satisfacción de verlo encogerse de dolor

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—Un conejo no tiene posibilidades contra un lobo —insistió el hombre—. Quédate en tu madriguera, Violette. Vivirás más tiempo.

—Como si alguna vez te hubiera importado lo que me pase —replicó Hood. Su mano ya estaba sobre la otra daga dentro del cinturón—. Última advertencia.

El hombre levantó la mano sana, el canto grueso y enguantado dirigiéndose directo hacia su nariz. Hood retrocedió para evitar el golpe, pero al hacerlo, el hombre aprovechó su distracción para soltar el filo de la daga y enviar el brazo de la cazadora volando hacia atrás, desequilibrándola. La cazadora perdió el paso y lo siguiente que supo es que estaba en el suelo, de manera muy poco digna. El hombre le dio la espalda y se alejó a grandes zancadas, como si pensara que la cazadora iba a seguirlo para rematar su trabajo.

Hood apretó los dientes con rabia, pero decidió no ir tras él, no dejar que su corta visita y sus advertencias vacías interrumpieran su trabajo. Limpió meticulosamente la sangre del cuchillo con los pedazos de la sábana rasgada y luego entró en la cabaña para fijarse en la tarta de miel.

 Limpió meticulosamente la sangre del cuchillo con los pedazos de la sábana rasgada y luego entró en la cabaña para fijarse en la tarta de miel

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House of Wolves (Novela ilustrada) + Bitácora de autorasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora