El sonido del pestillo a mi espalda hizo que volviera a prestar atención a la otra persona que estaba allí.

Peter, con movimientos que rezumaban dolor y cansancio, se sacó la capa y las telas que le cubrían la faz. Se frotó la frente y se pasó los dedos por el cabello oscuro antes de medio sentarse en la mesa de madera maciza que crujió bajo su peso.

– ¿Crees que se lo ha creído? – Hice un gesto con la cabeza hacia la puerta, refiriéndome a la escena que habíamos montado un minuto atrás. – No ha sonado al benévolo líder Zay de siempre. – Bromeé.

– Mejor que piense que soy excesivamente estricto que excesivamente amable. – De repente una mueca de dolor le recorrió el rostro y me fijé en que la manga izquierda de su jersey gris se había tornado roja alrededor del bíceps. Se la subió hasta asomar las vendas blancas que se habían teñido de escarlata. – Mierda. – Gruñó en un susurro, observando con el ceño fruncido el hilo de sangre que circulaba por su piel.

– La herida ha tenido que volver a abrirse cuando te has sacado la capucha. – Él se revolvió, intentando deshacerse la sudadera. – Espera, yo te ayudo.

Cuando mis dedos se deslizaron por su vientre para para facilitarle pasar la cabeza a través del cuello de la ropa, los músculos de su tronco se tensaron y se quedó quieto, permitiéndome tocar también sus brazos y finalmente liberarlo de la prenda ensangrentada. Sentí que el calor de su piel provocaba incendios en las yemas de mis dedos y de ahí se transmitió a todos los recovecos de mi organismo. La tensión se expandió por el cuarto al igual que las llamas lo harían por un reguero de gasolina.

Me obligué a centrarme en el corte de su brazo y a desviar la vista de los pectorales, tatuajes, lunares... Tenía la incontrolable necesidad conocer aquel cuerpo más allá de la vista, sino también al tacto.

Dejé que el aire frío de la habitación entrara de golpe en mis pulmones y eliminara la bruma cálida que tenía en la mente. Cogí la cantimplora de encima de su mesa, humedecí las partes aprovechables del jersey y limpié la carne irritada junto con la línea roja que había llegado hasta su muñeca.

– ¿Tienes medicina? – Pregunté, sin atreverme a alzar la vista, pero notando de todos modos sus pupilas en mi rostro.

– En la mesilla. – Murmuró. Me aparté de él a duras penas y me moví hasta la otra parte de la habitación para luego abrir cajones hasta encontrar un tarro con el ungüento ya familiar. Él caminó detrás de mí y se dejó caer pesadamente sobre el colchón, que liberó un quejido acorde con el agotamiento del chico. Me acuclillé frente a él e hice todo lo que pude hasta que la herida dejó de sangrar, y cuando terminé de vendarla de nuevo, Peter se dejó caer hacia atrás, ocupando todo lo ancho de la cama. Yo me limité a sentarme en la alfombra naranja, rodearme las rodillas con los brazos para evitar que el frío del subsuelo se me metiera en los huesos, y contemplé su rostro en calma.

Al cabo de unos segundos abrió un ojo y sonrió.

– ¿Qué? – Pregunté, sin poder evitar devolverle el mismo gesto. Se revolvió en la cama hasta que su cabeza quedó colocada sobre la almohada, se descalzó, se metió de mala manera entre las mantas y dio dos suaves palmadas al espacio que había a su lado.

– Yo no dejo dormir a mis invitados en el suelo, no como otros. – Solté una carcajada que salió de mi boca antes de que pudiera evitarlo. Sin embargo, a pesar de las ganas que tenía de acurrucarme a su lado, me mantuve en el mismo lugar, insegura de si acercarme a él de ese modo sería lo adecuado.

– ¿Quién te ha dicho que voy a dormir aquí?

– ¿No vas a cuidar a tu amigo enfermo? – Alzó las cejas y abrió mucho los ojos, fingiendo no poder creérselo. Me mordí el labio intentando dejar de sonreír. Peleé por mostrarme seria y que no pudiera ver mi deseo de abrazarlo y acariciarle el rostro hasta disipar su cansancio.

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