Capitulo 10.

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COMO SIEMPRE, no puedo dormir y estoy sentada en el escritorio de Bailey, 

sujetando a San Antonio, sumida en el terror de tener que recoger sus cosas. Hoy, 

cuando volví a casa de vender lasaña en la delicatessen, había unas cajas de cartón 

abiertas junto a su mesa. Todavía no he abierto ningún cajón. No puedo. Cada vez 

que toco los tiradores de madera, pienso en que jamás volverá a revolver en su 

escritorio buscando un cuaderno, una dirección, un bolígrafo y se me escapa todo el 

aliento del cuerpo pensando solo una cosa: Bailey en esa caja sin aire... 

No. Guardo esa imagen en un armario de mi memoria, le doy una patada a la 

puerta. Cierro los ojos, respiro una, dos, tres veces y, cuando los vuelvo a abrir, me 

encuentro otra vez mirando fijamente el dibujo de Mamá Exploradora. Toco el papel 

quebradizo, siento la cera de los colores mientras deslizo el dedo por la figura que ya 

empieza a desvanecerse. ¿Tendrá su homóloga humana la menor idea de que una de 

sus hijas ha muerto a los diecinueve años de edad? ¿Sintió un viento frío o un golpe 

de calor, o estaba simplemente desayunando o atándose un zapato, como si fuera 

cualquier otro momento corriente de su extraordinaria vida itinerante? 

Abu nos contó que nuestra madre era exploradora porque no se le ocurría otra 

manera de explicarnos que mamá tenía eso que los Walker, desde hace generaciones, 

llaman «el gen inquieto». Según Abu, esta inquietud siempre ha afectado a nuestra 

familia, sobre todo a las mujeres. Que quienes la padecen no paran de moverse, van 

de ciudad en ciudad, de continente en continente, de amor en amor... Abu nos 

explicó que por eso mamá no tenía ni idea de quiénes eran nuestros padres, así que 

nosotras tampoco lo sabemos... Hasta que se agotan y regresan a casa. La abuela nos 

habló de su tía Sylvie y de una prima lejana, Virginia, que también padecían ese mal, 

y después de muchos años de aventuras por el mundo, como todas las demás antes 

que ellas, habían regresado a casa. Es su destino marcharse, nos contó, y su destino 

también regresar. 

—¿Y los chicos no lo padecen? —pregunté a Abu cuando tenía diez años y 

empezaba a entender mejor «el mal». Íbamos de paseo hacia el río para darnos un 

baño.

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—Pues claro que sí, mi pequeña —pero después frenó en seco, me tomó las dos 

manos y me habló en un tono solemne que rara vez empleaba—: No sé si serás capaz 

de entender esto a tu edad, Len, pero es así: Cuando los hombres lo padecen, nadie 

parece advertirlo, se convierten en astronautas o pilotos o cartógrafos o criminales o 

poetas. Nunca están en un sitio el tiempo suficiente como para saber si son padres o 

El cielo está en cualquier lugarWo Geschichten leben. Entdecke jetzt