—En lo que a Bill Shepard respecta lo eres —aclara, y dejo de caminar para arquear una ceja en su dirección.

—No soy un mal tipo, creo. —Me encojo de hombros, intentando defenderme.

—Ojalá se tratara de buenos o malos tipos —lo dice de forma ligera, pero reconozco el peso que acarrean las palabras—. Adam también es bueno, pero eso nunca impidió que intentara alejarlo de mí cuando era niña. —El primo del locutor, recuerdo. Me agrada que Zoe tenga un amigo como él, parece mucho más cuerdo de lo que lo están los amigos que ha hecho aquí—. Creo que todo se intensificó cuando mamá murió. Bill, sea mujer u hombre, bueno o malo, trató de mantener a todos aquellos que no fueran parte de la familia lejos de mí. —Su voz se torna más suave, y mis zapatos hacen crujir la madera en cuanto camino hasta el borde de la cama, sentándome y enfrentándola—. Nunca me dijo por qué, pero no hizo falta. Sabía que él no quería que me miraran con lástima, que le asustaba que cualquier palabra que fueran a decirme terminara por hacerme desmoronar. Cuando fueron pasando los meses, a pesar de que a primera vista pareciera ilógico, su costumbre se reforzó. Temía que cualquiera entrara a mi vida y removiera algo en mí, incluido el pasado, y, sobre todo, que perturbara la paz que  parecía haber encontrado tras lo de
mamá.

—No creo que se lo hayas puesto muy fácil —deduzco.

Desearía ver su rostro dibujado en papel, porque podría borrar la tristeza de sus ojos y dibujar algo más propio de ella en su lugar: alegría, asombro, su tan característico entusiasmo...

—Con decirte que me mudé aquí contra sus deseos es más que suficiente. —Sonríe, pero dicha sonrisa no alcanza sus ojos—. No iba a perder la posibilidad de conocer a personas tan... tan peculiares y especiales por miedo a que me hicieran remover viejos recuerdos, como estás haciendo justo ahora. —Señala con cierta gracia—. Y sé que dirás que no tengo que hablar de mi madre si no quiero, pero...

—...Te hace bien hacerlo —completo—. Nos prohibimos hablar en voz alta de muchas cosas, pero a veces darle sonido a los pensamientos resulta mejor que mantenerlos bajo llave. —Pienso en lo disfuncional que se volvió mi familia cuando mi padre falleció—. Hablar contigo sobre lo que no hablo con nadie se siente malditamente bien. —Una risa escapa de sus labios por la maldición—. Perdón por la expresión, pero no encontré mejor forma de describirlo.

—Hablar contigo también se siente... frijolamente bien.

Nunca había oído un sinónimo de maldición como ese.

No puedo evitar reírme, y hacerlo se siente tan raro como grato. Me da gracia su dulzura y torpeza, su educación al hablar. Así que río, me río porque, por primera vez en mucho tiempo, la risa nace desde el fondo de mi garganta y es tan auténtica como inesperada. Hace retumbar mis órganos, vibrar mi corazón. No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me hizo reír.

Poco a poco dejo de hacerlo, y ese sentimiento de satisfacción tras la hilaridad se queda adherido a mi pecho, aferrándose a él y recordándome que debería reír más seguido.

Ella me mira en silencio, con los labios ligeramente separados. Una mezcla de estupefacción y admiración decoran esas suaves facciones que he dibujado y pintado en decenas y decenas de maneras y colores.

—No te detengas —pide decepcionada y ciertamente desesperada, o eso se puede notar por la forma en que las palabras salen demasiado rápido una tras la otra y por la manera en que frunce el ceño—. Eso fue tan... —Sacude la cabeza, comenzando a sonreír—. Sólo sigue haciéndolo.

—No puedas obligarme a reír, Zoe —digo llevando incoscientemente mi mano a mi pecho. La sensación sigue allí, y cuesta explicar lo mucho que puedes extrañar algo que podrías hacer todos los días pero que, ya sea por olvido o las circunstancias, no te permites hacer.

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