7. Maldita dulzura la tuya

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Alfred llevaba todo el día inquieto. Ya era sábado, el sábado que había quedado con Amaia por la tarde. Aquella mañana no tenía que levantarse pronto, pero lo hizo porque apenas había conseguido conciliar el sueño la noche anterior, y no precisamente por la ansiedad, como dos noches atrás, sino por la emoción que sentía al poder salir con la chica del alma hecha voz.

El tiempo pasaba lentamente para el joven, que apenas comió en las horas previas a la cita. En cambio, invirtió esos ratos no tan muertos en la música, como muchas otras veces, para despejar su mente ante posibles e hipotéticas situaciones adversas. La verdad es que hacía tiempo que no salía a pasear por la ciudad y eso le intimidaba en cierto modo, pero el hecho de caminar por la urbe con Amaia disminuía esa angustia porque sabía que ella iba a estar allí en todo momento.

Finalmente, por imposible que pareciera minutos atrás, cuando su tiempo avanzaba con cuentagotas, llegó la hora de salir al encuentro de la pamplonica. Habían quedado en un lugar bastante céntrico de Barcelona, concretamente en la barandilla del corto pasaje que unía la Plaça de l'Àngel con la de Ramon Berenguer el Gran. Alfred mismo se lo había sugerido a Amaia después de pedirle el número a Ana a través del móvil de Roi el viernes por la mañana mientras tenía lugar una de las lecciones más aburridas del máster. Le gustaba especialmente ese rincón, ya que era relativamente tranquilo para estar en medio de la ciudad y, además, justo allí se encontraba una parte de la antigua muralla romana.

Al salir de la boca de metro más cercana, que daba al lado opuesto de la Plaça de l'Àngel, Alfred dio la vuelta y solo tuvo que caminar algunos pasos para distinguir a la navarra, que, entre turistas y locales, esperaba al catalán ligeramente apoyada a la barandilla, revisando el móvil contínuamente y girando la cabeza hacia ambas partes de la calle para ver si el moreno aparecía.

Amaia tardó un poco más en ver a Alfred acercarse, y cuando lo hizo sonrió ligeramente. Él le devolvió la sonrisa y no podía dejar de mirarla, aún a varios metros de distancia. Amaia se sentía un poco avergonzada por ello e iba desviando la mirada hacia abajo, pues nunca sabía que hacer cuando se iba a encontrar con alguien y la persona en cuestión seguía mirando desde el momento en el que la veía hasta que llegaba a su lado. Por su parte, Alfred caminaba hacia ella sin pausa pero sin prisa, no queriendo hacerla esperar pero deseando saborear cada momento de su belleza a la vez.

—Hola, Amaia—la saludó al llegar cerca de la barandilla.

—Buenas tardes, Alfred—respondió Amaia, con su voz dulce, girándose un poco más a su derecha, donde estaba él.

A continuación, ambos dudaron de cómo zanjar el saludo: ni el uno ni la otra eran las personas más sociables del planeta precisamente. ¿Era mejor dos besos, un abrazo...? Al notar que Amaia también estaba tensa, Alfred le quitó hierro al asunto alargando su brazo para encajar sus manos. La joven accedió y rió ante la ocurrencia del moreno.

—Bueno... ¿Quieres que paseemos un poco?—propuso él, llevándose la mano a la nuca.

—Vale, perfecto—aceptó Amaia y, mientras iba a situarse un poco más hacia el centro de la calle para caminar al lado de Alfred, chocó con unos turistas sin querer, disculpándose casi al momento sin obtener reacción alguna por parte de los afectados, probablemente por razones lingüísticas.—Buah, ¡lo siento! Perdón... Ay, ¿igual no me han entendido, ¿no? Qué horror...

—Tranquila, no se puede ir por el centro de Barcelona sin colisionar con gente en alguna ocasión —bromeó el chico, quien, aprovechando la situación,  posó su mano izquierda en la cintura de Amaia solo durante unos segundos para acercarla a él y así protegerla de posibles futuros encontronazos.

En su recorrido, Amaia y Alfred subieron por la calle de la Llibreria hasta Plaça Sant Jaume para luego girar a la izquierda y pasar por la calle del Bisbe, por encima de la cual pasaba un puente de estética gótica. El catalán aprovechó cuando estaban cerca para explicarle una anécdota sobre aquella edificación a Amaia: justo en el centro de la parte inferior del puente había una calavera esculpida, y se decía que si mirabas hacia arriba cuando pasabas por debajo para mirarla, ibas a tener mala suerte. La navarra se sorprendió tanto que miró hacia arriba al instante, pasando por alto la advertencia de la leyenda urbana que acababa de escuchar. La risa por parte de Alfred fue inevitable, y eso hizo que Amaia se sintiera avergonzada de nuevo, pero acabó uniéndose a él.

Clavados en un bar || OT 2017 AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora