Cuento del párroco III

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Siguen los siete pecados capitales con sus clases, circunstancias y variedades:

De la soberbia[567]

Ahora es necesario enumerar los siete pecados capitales mortales, a saber, los pecados capitales.

Todos corren en la misma traílla, aunque de modos diversos. Se les llama capitales, pues son la fuente y el origen de todos los otros pecados. La soberbia, u orgullo, es la raíz de estos siete pecados, pues de él se originan todos los males. De esta raíz brotan diversas ramas, como la ira, envidia, pereza u holgazanería, avaricia o codicia (para que todos lo entiendan), glotonería y lujuria. Y cada uno de estos pecados capitales posee ramas y ramificaciones, tal como se desarrollará en los apartados siguientes.

Y aunque nadie puede contar exhaustivamente el número de brotes y los perjuicios derivados del orgullo, con todo, voy a enumerar algunos de ellos, tal como bien veréis. Son: la desobediencia, vanidad, hipocresía, desprecio, arrogancia, descaro, jactancia de corazón, insolencia, altivez, impaciencia, contumacia, presunción, irreverencia, pertinacia, vanagloria, y otras muchas ramificaciones que no puedo mencionar.

El desobediente es aquel que rechaza y menosprecia con desdén los mandamientos de Dios, de su superior y de su director espiritual. El que se envanece de las obras buenas o malas realizadas es un vanidoso. Hipócrita es quien esconde lo que es y se muestra diferente de lo que realmente es. Despectivo es aquel que desdeña a su prójimo, es decir, a su correligionario, o aquel que ejecuta con desdén lo que debe hacer.

Arrogante es el que cree que posee en su ser cualidades de las que carece, o cree que debería poseer por sus merecimientos, o también considera que es lo que en realidad no es. Descarado es aquel que no se avergüenza de sus faltas. La jactancia de corazón se da cuando uno se alegra por el mal realizado. La insolencia refleja un desprecio mental hacia el valor, conocimiento, don de la palabra y comportamiento de los otros.

Ser altivo equivale a no soportar ni al superior ni al igual. El impaciente es aquel que no soporta que se le advierta o reprenda por sus defectos, y se querella a sabiendas contra la verdad y se aferra a su locura. El contumaz se opone —a través de su indignación— a todo poder y autoridad que radica en sus superiores. La presunción, llamada también exceso de confianza, hace emprender tareas que uno no debe ni puede.

La irreverencia se da cuando uno no rinde cuando debe y, a su vez, espera se le reverencie.

Cuando alguien se aferra a sus devaneos y tiene demasiado apego a su propio juicio, entonces se dice que es pertinaz.

La vanagloria consiste en hacer ostentación y delectarse en la grandeza temporal envaneciéndose en el status de este mundo terreno.

La charlatanería hace hablar a uno en exceso ante los demás, y charlar de modo ininterrumpido, sin poner cuidado alguno en lo que se dice.

Se da, con todo, una clase particular de soberbia: la de quien espera ser saludado antes de que él lo haga, aunque uno sea acaso menos digno que el otro; y también pretende o ansía sentarse, o preceder en las comitivas a los demás, o ser el primero en dar el beso de la paz en la misa, o ser incensado, o llevar la ofrenda antes que el prójimo[568], y cosas por el estilo a las que no tiene derecho; en una palabra, su corazón y su propósito están totalmente imbuidos por el deseo de ser honrados y glorificados ante los demás.

Existen dos clases de orgullo: uno radica en el interior del corazón y el otro en el exterior. Los vicios anteriormente mencionados, y otros muchos, pertenecen al orgullo interior; las otras clases de orgullo son exteriores.

Sin embargo, cada una de estas clases de orgullo es indicio de otro, al igual que el alegre haz de hojas en la taberna simboliza el vino de la bodega.

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