Cuento del erudito I

542 8 0
                                    

En la parte occidental de Italia, al pie del nevado monte Viso, se ubica una llanura rica y feraz, salpicada de ciudades y castillos fundados en tiempos de nuestros antepasados. Otras muchas hermosas vistas pueden contemplarse en esta magnífica región, llamada Saluzzo. Un marqués era dueño de la comarca, como sus antepasados lo fueron antes que él. Cada uno de sus súbditos, fuese rico o pobre, obedecía sus menores deseos. Así, de este modo, por el favor que le dispensaba la Fortuna, vivió largo tiempo en completa felicidad, amado y temido tanto por los nobles como por los plebeyos. En cuanto a su linaje, pertenecía a la más elevada cuna en Lombardía; de aspecto bien parecido, fuerte y lleno de juventud; era además muy honorable y cortés, así como bastante prudente en el gobierno de su país, salvo por un par de cosas en las que no llegaba a perfecto. Este joven príncipe atendía al nombre de Walter.

Pero si algo había que reprocharle era esto: no pensaba jamás en lo que podría suceder en el futuro. Su mente se concentraba totalmente en el placer del momento, como por ejemplo en cazar y en la práctica de la cetrería por aquella comarca. Prácticamente se despreocupaba de todos sus demás deberes. Y lo peor de todo: pasase lo que pasase, no quería tomar esposa.

Sin embargo, su pueblo lo lamentaba tanto, que un día acudieron a él en tropel, y uno de ellos —que era el más sabio y el de mayor experiencia, o sea el hombre al que era más probable prestase oídos el príncipe, quizá porque sabía cómo exponer casos peliagudos como ése— habló así al marqués:

—Oh, noble marqués; vuestra humanidad nos da confianza, así como osadía, para deciros lo que nos preocupa, siempre que sea necesario. Ahora, que Vuestra Gracia se digne permitirnos que expongamos nuestra triste queja. Que vuestros oídos no se nieguen a escuchar nuestra voz.

»Aunque a mí este asunto no me afecta más que a cualquiera de los aquí presentes, sin embargo, como sea que, amado príncipe, siempre me habéis distinguido con vuestro favor, soy el que más se atreve a pediros que prestéis atención a nuestra petición. Después haced, señor, lo que consideréis mejor.

»Realmente, señor, nosotros os apreciamos y estimamos a vos y a vuestras obras, y siempre ha sido de este modo; tanto es así que no podemos imaginar que se pueda vivir mejor y con mayor felicidad, salvo por una cosa, señor. Por favor, si os decidiérais a elegir esposa, entonces los corazones de vuestros súbditos estarían completamente tranquilos. Dignaos doblegar vuestra alta cerviz bajo este feliz yugo que los hombres llaman desposorio o matrimonio: es el yugo de dominio, no de esclavitud. Además, señor, considerad, entre vuestros pensamientos más selectos, cómo nuestros días van discurriendo de uno u otro modo; tanto si dormimos como si estamos en vigilia, si cabalgamos o vagamos por ahí, el tiempo siempre huye y no espera a nadie.

»Y, aunque vos estáis todavía en la primera flor de vuestra juventud, la edad provecta se va acercando, silenciosa como una tumba. Mientras, la muerte nos amenaza a todas edades, derribando a hombres de toda clase y condición: nadie escapa; pues, tan seguro como que cada uno de nosotros sabe que debe morir, asimismo ignora totalmente el día en que le sobrevendrá la muerte.

»Entonces creed en la sinceridad de nuestras intenciones, pues nunca hasta el momento presente hemos rehusado prestaros obediencia. Así, pues, señor, si estáis dispuesto a aceptar, os elegiremos una esposa nacida en la familia más noble y encumbrada de todo el país, para que —hasta donde nosotros seamos capaces de juzgar— la elección parezca honorable a los ojos del Cielo. Por el amor de Dios que está en lo alto, libradnos de esta perpetua preocupación tomando esposa.

»Pues si ocurriera (¡Dios no lo quiera!), que a vuestra muerte terminase vuestro linaje y algún sucesor extranjero se encargase de vuestra herencia, ¡ay de nosotros, pobres de nosotros! Por consiguiente, os emplazamos a que os caséis cuanto antes.

Esta humilde petición y sus miradas suplicantes llegaron al corazón del marqués.

—Mi amado pueblo, vosotros queréis forzarme a hacer algo que nunca pensé en hacer —replicó él—. Yo disfruto con mi libertad, una cosa que raras veces se consigue estando casado; pero aunque hasta ahora estuve libre, debo ahora hacerme esclavo. Veo la sinceridad de vuestras intenciones, y, como siempre he hecho, confiaré en vuestro buen sentido. Por tanto, libre y voluntariamente, consiento en casarme lo antes que pueda. Pero en lo que concierne a vuestra oferta de hoy de elegirme esposa, dejadme que os libre de la carga de tal elección. Os pido que abandonéis vuestra idea.

»El Cielo sabe muy bien que los hijos a menudo no se parecen a los padres, pues toda bondad proviene de Dios y no del tronco del que uno es engendrado y parido. Confío en la bondad de Dios, y, por consiguiente, le confió a Él mi matrimonio, mi rango, posición y tranquilidad de espíritu: que se haga su voluntad. Dejadme, pues, solo en la elección de esposa acepto esta responsabilidad. Pero os pido —por vuestras vidas os conmino— a que me prometáis que honraréis a la esposa que elija como si fuese la mismísima hija del emperador, de palabra y de hechos, tanto aquí como en cualquier otra parte mientras ella viva.

»Además, me debéis jurar que ni os opondréis a mi elección ni murmuraréis en contra de ella. Ya que, a petición vuestra, renuncio a mi libertad, os lo aseguro también: en la que allí ponga mi corazón, con ella me casaré; y, a menos que aceptéis estas condiciones, os tendré que pedir que no me habléis nunca más de este asunto.

A todo ello juraron su conformidad de todo corazón y por unanimidad. Solamente le pidieron, antes de marcharse, que tuviese la bondad de fijar, lo antes posible, una fecha determinada para la boda. Pues incluso entonces el pueblo temía, en cierto modo, que, después de todo, el marqués no se casase.

Él mencionó un día que le venía bien y en el que se casaría sin falta. Añadió que si fijaba la fecha era porque se lo habían pedido. Por su parte, todos ellos se arrodillaron y con gran humildad y sumisión le dieron las gracias. Luego, habiendo conseguido su propósito, regresaron a sus hogares.

El marqués mandó en el acto a sus oficiales que dispusieran los festejos de la boda. Dio todas las órdenes que creyó necesarias a sus caballeros y escuderos personales, quienes las obedecieron haciendo cada uno todo lo posible para honrar la ocasión.

Acaba aquí la primera parte y comienza la segunda.

Los cuentos de CanterburyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora