Cuento del párroco IV

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Sigue la envidia.

Después de la soberbia, paso a referirme al desagradable pecado de la envidia, que, según palabras de los sabios, es el pesar por la prosperidad ajena y, según escribe San Agustín[575], es el dolor por la prosperidad y la alegría por el mal ajenos. Este vil pecado se opone francamente al Espíritu Santo. Aunque todo pecado va contra el Espíritu Santo, sin embargo, por cuanto en tanto la bondad corresponde al mismo Espíritu, y la envidia se deriva propiamente de la malicia, ataca, por consiguiente, frontalmente, a la bondad del susodicho espíritu.

Esta malicia es de dos especies, a saber: empecinamiento del corazón en la maldad; en tal caso la carne del hombre se torna tan ciega, que uno no considera que ha pecado ni se preocupa de haberlo cometido: es el atrevimiento demoníaco. La otra clase de malicia se da cuando se lucha contra la verdad a sabiendas de que lo es, y también cuando se combate la gracia que Dios ha otorgado a su prójimo. Todo ello a causa de la envidia.

Ciertamente, la envidia es el peor de todos los pecados. Indudablemente, los restantes pecados atentan, en ocasiones, contra una sola virtud en concreto; mas la envidia se opone a todas las virtudes y bondades, pues es el pesar por lo bueno de los otros; y en esto se diferencia de los restantes pecados. Difícilmente existe algún pecado, si exceptuamos a la envidia con su inherente carga de angustia y dolor, que no conlleve algún deleite.

Voy a enumerar a continuación las diferentes clases de envidia. En primer lugar está el dolor por la bondad y prosperidad ajenas. Por su naturaleza, la prosperidad es materia de alegría; luego la envidia es un pecado contra la Naturaleza. La segunda clase de envidia es la alegría por el mal ajeno, la cual asemeja a uno al diablo, que siempre se alegra del daño causado a los demás. La calumnia procede de estas dos clases, y este pecado de calumnia o detracción es de diversas especies.

Algunos hombres alaban al prójimo con depravada intención, pues siempre tienen por finalidad el urdir intrigas. Siempre encuentran un «pero» final que tiene más valor de vituperio que todo el resto del encomio. La segunda variedad consiste en que si un hombre es bondadoso y hace o dice algo con buena intención, el calumniador tergiversará todo lo bueno para satisfacer sus perversos designios. La tercera consiste en disminuir la bondad de su prójimo. La cuarta clase de calumnia es ésta: si uno habla bien de otro, entonces, para despreciar a aquel que recibe la alabanza de los hombres dirá el calumniador: «A fe mía, fulano de tal es todavía mejor que él». La quinta clase consiste en asentir y escuchar con alegría la maledicencia sobre otras personas. Este pecado es muy grave y siempre se incrementa según el malvado propósito del calumniador.

Después de la calumnia sigue la difamación o murmuración. A veces tiene su origen en la impaciencia hacia Dios o hacia el hombre. Es contra Dios cuando uno se lamenta de las penas del infierno o de la pobreza o de la pérdida de riquezas, o de las lluvias y tempestades, o maldice de que los malvados gocen de prosperidad, o de que los hombres justos sufran adversidades. Y todas estas cosas deben padecerlas los hombres con paciencia, ya que provienen del recto juicio y disposición divinos.

Algunas veces las quejas provienen de la avaricia, como cuando Judas se lamentó de que la Magdalena ungiese la cabeza de Nuestro Señor Jesucristo con un ungüento precioso[576]. Esta clase de murmuración es la que se da cuando un hombre maldice del bien que hace o cuando se lamenta de sus bienes.

A veces la murmuración dimana del orgullo, como cuando Simón el Fariseo[577] murmuró de que la Magdalena se acercara a Jesús y se arrojara a sus pies para llorar sus pecados.

En otras ocasiones la murmuración procede de la envidia, al descubrirse una falta oculta de alguien o acusarle de algo que es falso.

La murmuración también se da entre los criados que se quejan cuando sus amos les ordenan ejecutar tareas razonables; y a pesar de que no se atreven a resistirse abiertamente a los mandatos de sus amos, sin embargo, hablan mal, se lamentan y murmuran con verdadero desprecio. Semejantes comentarios reciben, por parte de la gente ignorante, el apelativo de Padrenuestro del diablo, aunque está claro que el diablo jamás tuvo un Padrenuestro. En ocasiones las quejas se derivan de la ira o cólera secretas que, como luego explicaré, alimentan el odio en el corazón.

A continuación también viene la amargura de corazón, por la cual cualquier buena obra ajena le parece a uno amarga y desabrida. Sigue luego la discordia, que desata toda clase de amistad. A renglón seguido, el desdén hacia el prójimo, por bien que éste actúe siempre. Sigue la acusación. Por ella uno siempre busca ocasión de molestar al prójimo. Es ésta ocupación semejante a la del diablo, siempre, día y noche, al acecho para acusarnos.

Sigue la malignidad. Mediante ella se busca molestar al prójimo en privado si se puede, y, en caso contrario, no se ponen reparos hasta, incluso, en quemar su vivienda furtivamente, o envenenar o sacrificar su ganado, y cosas semejantes. 

Remedios contra los pecados de envidia.

Ahora mencionaré los remedios contra el desagradable pecado de la envidia. El primero y más importante consiste en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, pues, ciertamente, no se puede dar uno sin el otro. Y considera que por prójimo debes entender el nombre de tu hermano. En verdad, todos poseemos un padre y una madre carnales, es decir, Adán y Eva; y también un padre espiritual, a saber, el Dios de los Cielos. Todos estamos obligados a amarlo y desearle todos los bienes. Y, en consecuencia, afirma Dios: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», es decir, hasta la salvación de su vida y de su alma.

Todavía más. Le amarás de palabra, le amonestarás y corregirás con dulzura, le confortarás en sus aflicciones, y rogarás por él con todo tu corazón. Y le amarás de obra de tal suerte que por amor le harás a él lo que quisieras te hicieran a ti. Y, por consiguiente, no le lastimarás corporalmente, ni le dañarás de palabra, ni a sus bienes, ni a su alma, incitándole con ejemplos malvados. No desearás a su mujer ni a sus posesiones. También debes comprender que bajo el nombre de prójimo es preciso incluir a los enemigos.

Ciertamente, el hombre tiene la obligación de amar a su enemigo por mandato divino. En efecto, debes amar a tu amigo en Dios. Te lo digo, amarás a tu enemigo por amor de Dios, por su mandato. Pues si resultara razonable que un hombre odiara a su enemigo, Dios no nos recibiría en su amor, pues serían sus enemigos.

Para contrarrestar los tres agravios que el enemigo nos infiere, uno debe corresponder de tres modos. A saber, contra el odio y rencor de corazón, debe colocar el amor de corazón. Contra las reprensiones y palabras dañinas, orará por su enemigo. Y responderá con buenas obras a las malvadas de su enemigo.

Pues Cristo afirma: «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os maldicen, y también por los que os acosan y persiguen; y haced el bien a los que os odian[578]». Mira, pues, cómo nos manda Jesucristo que nos comportemos con nuestros enemigos. Pues ciertamente la Naturaleza nos incita a amar a nuestros amigos, y en verdad que nuestros enemigos tienen más necesidad de amor que nuestros amigos. Y, de hecho, los hombres deben volcarse en hacer el bien a los más necesitados, pues, al obrar así, rememoramos el amor de Jesucristo, que murió por sus enemigos. Y cuanto más difícil de cumplir resulta este amor, tanto más grande es el mérito, y, por consiguiente, el amor de Dios ha contrarrestado el veneno diabólico.

Pues así como el diablo es derrotado por la humildad, igualmente el amor hacia nuestros enemigos le hiere mortalmente. Con certeza, pues, el amor es el medicamento que arroja el veneno de la envidia fuera del corazón del hombre. Las subdivisiones de esta sección se explican con más detalle en los siguientes apartados.

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