Cuento del criado del canónigo: Prólogo

180 2 3
                                    

Prólogo al cuento del criado del canónigo

Cuando se terminó el relato de la vida de Santa Cecilia —no habíamos corrido más de cinco millas a caballo—, nos alcanzó un hombre en Boughton-under-Blean[496]. Iba vestido con ropas negras y llevaba una sobrepelliz blanca debajo. Parecía como si hubiese espoleado fuerte en las últimas tres millas, ya que su rocín, de color gris moteado, estaba completamente empapado de sudor, mientras que el caballo sobre el que montaba su criado estaba tan recubierto de espuma que apenas si podía continuar. La espuma sobre el arnés del pecho era tan espesa y estaba salpicado de tal forma, que parecía una urraca.

Sobre la grupa tenía una bolsa de cuero que llevaba doblada; parecía que transportaba poca cosa y viajaba con una impedimenta ligera de verano. Estaba preguntándome de quién se trataba, cuando observé la forma en que su caperuza iba cosida a su capa. Por ello, después de reflexionar un poco, pensé se trataba de una especie de canónigo[497].

Su sombrero colgaba de su espalda por un cordel, pues había cabalgado más rápido que al paso o al trote: había estado galopando como un loco. Llevaba una hoja de bardana debajo de la caperuza para que no se le pegase el sudor y mantener la cabeza fresca. Era algo digno de ver de qué forma sudaba: su frente goteaba como un alambique lleno de cañarroya o panetana[497a]. A1 acercársenos manifestó:

—Dios bendiga a este grupo tan alegre; he estado galopando de firme por vuestra culpa. Quería alcanzaros e integrarme a esta feliz comitiva.

Su criado, también de modo muy cortés, comentó:

—Señores, os vi cuando salisteis esta mañana de la hospedería, montados en vuestros caballos; por lo que se lo comuniqué a mi señor y dueño aquí presente, pues tiene muchas ganas de cabalgar junto a vosotros para su diversión, ya que le encanta charlar.

—Habéis tenido suerte en decírselo, amigo mío —dijo nuestro anfitrión—, pues vuestro dueño ciertamente parece ser una persona de recursos, o así lo creo yo, y lleno de mucho ánimo. Le agradeceré que nos cuente uno o dos cuentos agradables para divertir a la concurrencia.

—¿Quién, señor? ¿Mi dueño? ¡Ya lo creo que sí! Sabe más de lo necesario sobre diversiones y juegos. Creedme, señor, si le conocieseis tan bien como yo, os quedaríais sorprendidos de su destreza y capacidad en toda clase de asuntos. Se ha encargado de muchos grandes proyectos que resultarían muy difíciles para cualquiera de los presentes de llevar a cabo, a menos que él os enseñase cómo hacerlo. Aunque tiene un aspecto corriente cabalgando así junto a ustedes, descubriréis que vale la pena conocerle. Llegaría incluso a apostar todo lo que poseo a que pagaríais una suma considerable por haberle conocido. Os haré una advertencia: se trata de un hombre distinguido, de un hombre verdaderamente notable.

—Bueno —dijo nuestro anfitrión—. Entonces decidnos si se trata o no de un clérigo. Decidnos quién es.

—No, es mucho más que un clérigo, ciertamente —respondió el criado—. Os contaré algo de su profesión en pocas palabras. Permitidme que os diga que mi dueño conoce artes secretas (pero no todos aprenderéis sus secretos de mí). Yo le ayudo un poco en su trabajo; podría volver patas arriba todo el terreno por el que cabalgamos hasta la ciudad de Canterbury y pavimentarlo todo de oro y plata.

Cuando el criado manifestó eso, nuestro anfitrión exclamó:

—¡Dios nos bendiga! Me parece bastante maravilloso que vuestro dueño sea tan ingenioso y sepa tanto al respecto y se preocupe tan poco de su aspecto. Lleva una capa que no vale un pito. ¡Maldita sea! Está sucia y andrajosa. ¿Cómo es que vuestro dueño va tan desastrado si tiene poder económico para comprar mejor paño? Suponiendo, claro está, que sea cierto lo que decís. Explicádmelo, por favor.

—¿Por qué me preguntáis a mí? —dijo el criado—. ¡Que Dios me perdone! Nunca mejorará (aunque jamás admitiré haber dicho esto, por lo que, por favor, guardáoslo para vos). En mi opinión, es demasiado inteligente y me quedo corto. Suficiente ya es igual que un banquete, como suele decirse; demasiado es un error. Éste es el motivo por el que le creo tonto e idiota. Cuando un hombre tiene demasiado cerebro, ocurre que lo utiliza mal. Esto es lo que le pasa a mi amo. Es para mí una maldición, si Dios no lo arregla. Esto es todo lo que puedo deciros.

—No os importe, buen criado —añadió nuestro anfitrión—; pero como conocéis los talentos de vuestro dueño, permitidme que os presione para que me digáis qué es lo que hace, y a qué es tan mañoso e ingenioso. ¿Dónde vive, si es que puede preguntarse?

—En las afueras de una ciudad —respondió él—, escondiéndose por rincones y callejuelas en los que se reúnen corrientemente ladrones y asaltadores, viviendo constantemente ocultos y temerosos como todos los que no se atreven a mostrar el rostro; así es como vivimos, si es que hay que decir la verdad.

—¿Puedo preguntaros algo más? —prosiguió nuestro anfitrión—. Decidme, ¿por qué vuestro rostro está tan descolorido?

—¡Por San Pedro! —exclamó el criado—. He sido desafortunado, he aquí el por qué. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego, que, supongo, eso me ha cambiado el color. No me paso el tiempo mirándome en los espejos, sino trabajando hasta matarme y aprendiendo a transmutar metal en oro. Nos llegamos a marear mirando fijamente el fuego; pero, a pesar de todo, no conseguimos lo que esperamos y nunca alcanzamos nuestro objetivo. Engañamos a bastante gente y les pedimos prestado, digamos una libra o dos, o diez, o doce, o incluso sumas mayores de oro, y les hacemos creer que, por lo menos, podemos doblar su dinero. Pero todo son mentiras, aunque tenemos fundadas esperanzas de que puede hacerse y seguimos tratando de conseguirlo. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros, que no podemos ponemos al corriente, digamos lo que digamos; se nos escapa tan deprisa... que al final acabaremos mendigando.

Mientras el criado estaba diciendo todo esto con su parloteo, el canónigo se acercó a él y oyó todo lo que decía. Este canónigo siempre sospechaba de la gente habladora. Pues, como dice Catón, los que tienen culpa creen que todo el mundo habla de ellos. Éste fue el motivo por el que se acercó más al criado para oír sus comentarios.

Entonces gritó al criado y le dijo:

—Contén tu lengua. No digas ni una palabra más. Si no te callas, haré que te arrepientas. Me estás difamando ante estas personas y, lo que es más, les estás revelando lo que debe permanecer oculto.

—Está bien —añadió el anfitrión—. Seguid contando. No me importa el qué. Y no hagáis el menor caso de sus amenazas.

—¡Pues claro que no le haré caso! —replicó el criado.

Y cuando el canónigo vio que no había nada a hacer y que su criado estaba dispuesto a contar todos sus secretos, contrariado y humillado, se volvió y salió huyendo.

—¡Ah! —exclamó el criado—. Pues nos divertiremos con eso. Ahora, viendo que se ha ido, os contaré todo lo que sé... ¡que el diablo le ahogue! Desde ahora, os prometo que no tendré nada más que ver con él, tanto si me ofrece libras como peniques. ¡Qué penas y oprobios caigan sobre su cabeza! Fue el primero en arrastrarme a este juego (que no ha sido para mí ningún juego, os lo aseguro). Pensad lo que penséis, éstos son mis sentimientos. Sin embargo, a pesar de toda la infelicidad, aflicciones, trabajos y desgracias que el asunto me trajo, nunca me decidía a separarme del mismo. ¡Ojalá Dios quisiese que tuviera cerebro para contaros todo lo que se relaciona con esta ciencia! Con todo, os diré algo sobre eso. Como sea que mi amo se ha marchado, no me callaré nada. Contaré todo lo que sé.

Los cuentos de CanterburyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora