Cuento del párroco I

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Paraos en los caminos,

ved y preguntad

cuáles son las sendas antiguas,

cuál es el recto camino y seguidlo,

hallaréis refrigerio para vuestras almas[508].

Nuestro dulce Señor de los Cielos, que no quiere que hombre alguno perezca, sino que todos alcancen el conocimiento de Él y de la vida perdurable, así nos exhorta a través del profeta Jeremías con estas palabras:

«Permaneced en los caminos, ved y preguntad cuáles son las antiguas sendas (a saber, las enseñanzas primitivas), cuál el buen camino; transitadlo y hallaréis refrigerio para vuestras almas».

Los caminos de espiritualidad que conducen a los creyentes a Jesucristo Nuestro Señor y a la gloria son numerosos. Entre ellos existe uno lleno de nobleza y muy conveniente, imprescindible para todo hombre o mujer que, a causa del pecado, se ha desviado del recto camino a la Jerusalén Celestial. Esta vía recibe el nombre de penitencia. Todos deberían escuchar con alegría y escudriñar con todas sus fuerzas la naturaleza de la penitencia, el porqué recibe tal nombre y qué variedades presentan sus diversas obras, facetas y manifestaciones, y lo que pertenece y se adecua a ella.

San Ambrosio[509] afirma que la penitencia es el dolor del hombre por el mal realizado, y nada hay por la que él deba manifestar más pesar. Cierto doctor manifiesta: «La penitencia es la lamentación mostrada por el hombre ante su pecado y el tormento que le producen sus errores». La penitencia, en circunstancias determinadas, es el verdadero arrepentimiento de alguien que conserva el dolor y la pena por sus pecados. Y para que la penitencia sea verdadera, deberá en primer lugar lamentar las faltas cometidas, tener el firme propósito en su corazón de confesarse oralmente, cumplir la penitencia, no volver a realizar algo de lo que uno deba lamentarse o sentir pesar, y tener el propósito de perseverar en el bien; en caso contrario, su penitencia resulta inútil. Porque, como afirma San Isidoro[510]: «El que a renglón seguido hace algo de lo que debe arrepentirse, no es un verdadero penitente, sino un embaucador y un embustero».

El lamentarse y perseverar en el pecado no resulta provechoso. Con todo, se debe esperar que, siempre que uno cae, por elevada que sea su reincidencia, pueda levantarse mediante la penitencia si se le concede tal gracia. Porque, como dice San Gregorio: «Apenas se puede levantar del pecado quien está abrumado por el peso de las malas obras[511]». Y, por consiguiente, la Santa Madre Iglesia asegura la salvación de los penitentes que evitan y desechan el pecado antes de que éste los rechace a ellos. La misma Santa Iglesia confía en la salvación de aquel que peca y se arrepiente de corazón en el último momento a causa de la gran misericordia de Jesucristo Nuestro Señor; pero optad por el camino más seguro.

Y ahora, una vez descrita su naturaleza, deberéis saber que tres son los actos de la penitencia. El primer acto afecta a quien recibe el bautismo después de haber pecado. San Agustín afirma: «A menos que se arrepienta de los pecados de su vida anterior, no puede emprender una vida nueva[512]». Pues, ciertamente, si se le bautiza sin estar arrepentido de su culpa anterior, recibe el carácter bautismal, pero sin la gracia ni la remisión de sus pecados, hasta que esté verdaderamente arrepentido.

Otro defecto es éste: el que los hombres caigan en pecado mortal después de haber recibido las aguas bautismales. El tercer defecto consiste en que los hombres, después del bautismo, cometen pecados veniales a diario. De eso afirma San Agustín que «la penitencia de las gentes humildes y buenas constituye la penitencia de cada día[513]».

La penitencia es de tres clases. Una es pública; otra, común, y la tercera, privada. La penitencia pública es de dos especies: una consiste en ser expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia durante la cuaresma por degollar a niños y por otros pecados semejantes; la otra —aplicada a quien ha pecado abiertamente de modo que la falta se ha divulgado por la comarca— consiste en hacer penitencia pública obligada después del juicio condenatorio de la Santa Iglesia.

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