Cuento del intendente: Prólogo

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CUENTO DEL INTENDENTE[501]

Prólogo al cuento del intendente

¿Conocéis el lugar dónde se halla un pequeño pueblo llamado Bob-up-and-Down[500], bajo el bosque de Blean, en el camino de Canterbury? Allí fue el lugar donde nuestro anfitrión empezó a soltar sus chistes:

—Vamos, caballero, Dun a quedado atascado en el fango. ¿Quién le sacará de él? ¿No quiere nadie despertar a nuestro amigo de atrás, por cariño o dinero? Algún ladrón podría fácilmente robarle y dejarle amarrado. ¡Vedle ahí roncando a gusto! ¡Por los huesos del gallo! ¡Pero si va a caerse del caballo de un momento a otro! ¿Es ése el condenado cocinero de Londres? Hacedlo salir (ya sabe el castigo). Juro que nos contará un cuento, aunque éste no valga ni lo que un manojo de paja. ¡Despierta, cocinero, maldita sea! ¿Qué es lo que te pasa, que vas dormido en plena mañana? ¿Es que te han estado picando las pulgas toda la noche o es que estás bebido? ¿O es quizá que te has pasado toda la noche sudando encima de una concubina hasta que no pudiste levantar cabeza?

Completamente pálido y descolorido, el cocinero respondió al anfitrión:

—Que Dios me proteja, pero me ha entrado una pesadez tal (ignoro por qué), que antes preferiría echar una cabezada que beberme un galón del mejor vino en Cheapside.

—Bueno —dijo el intendente—, si os sirve de consuelo, maese cocinero, os perdonamos de momento si contáis vuestro relato. Es decir, si nadie de los que cabalga en este grupo tiene algo que objetar en contra y nuestro anfitrión tiene la bondad de dar su asentimiento, pues, por la salvación de mi alma, me parece que vuestro rostro está excesivamente pálido, vuestros ojos se ven también como aturdidos, y vuestro aliento huele a agrio, signo evidente de que no estáis en buena forma. Ciertamente no voy a adularos. Vedle cómo bosteza este gamberro borracho. Parece que se nos fuera a tragar a todos aquí mismo.

»No abráis la boca, hombre, por el amor de Cristo. ¡Que el diablo de los infiernos meta el pie en ella! Vuestro horrible aliento nos va a envenenar a todos. Por favor, cerdo apestoso, por favor, ¡morid de una santa vez! Ah, señores, mirad bien a este guapo mozo. ¿Queréis probar vuestra destreza en el juego de lanza a caballo, dulce señor, y esquivar el saco de arena? Yo diría que estáis en espléndida forma para ello. Habéis estado bebiendo a destajo, apostaría, y cuando la gente bebe así, va lista.

Al oír este parlamento, el cocinero se enojó y enfureció. Incapaz de hablar, hizo violentos gestos con la cabeza hacia el intendente, y su caballo le tiró al suelo; y allí se quedó hasta que le recogieron. ¡Buen jinete era ese cocinero! ¡Lástima que no prefiriese el cucharón! Cuántos apuros y trabajos, cuánto empujar y alzar, antes no lograron volverle a situar encima de la montura; pues este pálido e infeliz fantasma resultaba difícil de manejar.

Entonces nuestro anfitrión volvióse al intendente y dijo:

—Por mi alma que este hombre está tan vencido por la bebida, que probablemente su cuento le saldría enfarfullado. No sé si es vino lo que ha estado bebiendo, o si era cerveza nueva o vieja, pero ha estado hablando por la nariz, bufando como si tuviese un resfriado de cabeza. Y ya ha hecho más de lo que podía manteniéndose él y su caballo de arrastre fuera del fango. Si vuelve a caerse de su rocín, tendremos trabajo en levantar su pesado esqueleto de borracho. Empezad vuestra historia. Ya estoy harto de él. De todas formas, intendente, creo que habéis abusado de este alcornoque burlándoos de sus fallos en público, como lo habéis hecho. Otro día, quizá, él os tenderá una trampa y os pedirá cuentas (quiero decir que se meterá en una o dos cosas, buscando fallos en vuestras cuentas, lo cual no os favorecería en nada si pudiese probarlo).

—No. Sería bastante molesto —asintió el intendente—. Él podría fácilmente hacerme tropezar; antes preferiría la yegua en la monta que empezar una pelea con él; procurare, si puedo, no causarle enojo. Lo que antes dije, solamente fue una broma; pero ¿sabe qué? Tengo aquí en esta calabaza un vino para beber —sí, de una buena cosecha—, y le mostraré dentro de un momento una broma rara. Procuraré hacer que el cocinero beba un poco de él. No va a decir que no, estoy seguro. Apostaría mi vida en ello.

Resultó que el cocinero echó un largo trago de vino de la calabaza, más de lo necesario, ¡lástima! ¿Por qué tanto? Ya había bebido bastante. El cocinero, después de interpretar una tonadilla con la calabaza, se la devolvió al intendente y, evidentemente complacido con la bebida, le dio las gracias como mejor pudo.

Entonces nuestro anfitrión soltó una carcajada y dijo:

—Veo con claridad que es necesario llevar buena bebida con nosotros dondequiera que vayamos, pues convierte los agravios y el rencor en amor y armonía y apacigua muchos enojos. ¡Oh, Baco, que puedes así transformar la seriedad en chanza, bendito sea tu nombre! ¡Honor y loor a tu divinidad! Bueno, ya no digo nada más sobre ello. Ahora, intendente, os ruego que empecéis vuestro cuento.

—Muy bien, señor —replicó él—. Ahora, escuchadme.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now