Cuento del párroco I

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La penitencia común es la que se aconseja en general a los hombres en ciertos casos, como, por ejemplo, el ir poco abrigados o descalzos durante una peregrinación. La penitencia privada es aquella que los hombres practican a diario por pecados particulares: se confiesan en privado y reciben también penitencia privada.

A continuación te enterarás de los requisitos y condiciones para una penitencia verdadera y perfecta. Ésta se fundamenta en tres premisas: contrición de corazón, confesión oral, y cumplimiento de la penitencia. Por ello afirma San Juan Crisóstomo: «La penitencia doblega al hombre a aceptar como resignación cualquier castigo que se le señale, con arrepentimiento de corazón y confesión oral, con satisfacción y toda suerte de obras de humildad». Y en esto consiste la verdadera penitencia.

De nuevo, irritamos a Jesucristo Nuestro Señor de tres modos: por pecado de pensamiento, por descuido en el hablar y por obras malvadas y pecaminosas. Y en contra de estas perversas acciones se erige la penitencia, que puede ser comparada a un árbol. La raíz de este árbol es la contrición, que, al igual que la de un arbusto, penetra en tierra y se esconde en el corazón verdaderamente arrepentido. El tallo que soporta a los vástagos y a las hojas de la confesión y a los frutos de la satisfacción brota de las raíces de la contrición.

Jesucristo declara al respecto en su Evangelio: «Haced dignos frutos de penitencia[514]». Pues por este fruto los hombres pueden conocer a este árbol (no por la raíz escondida en el corazón humano, ni por las ramas, ni por las hojas de la confesión). Y, en consecuencia, Jesucristo Nuestro Señor afirma lo siguiente: «Por sus frutos los conoceréis[515]».

También de esta raíz surge una simiente de gracia, y esta semilla es fuente salvífica: es una semilla viva y ardiente. La gracia de esta simiente procede de Dios mediante el recuerdo del día del juicio y de las penas infernales. Sobre el tema, Salomón afirma que el hombre rechaza el pecado por el temor de Dios. El vigor de esta semilla radica en el amor a Dios y en el deseo de gloria sempiterna. Esta fuerza atrae el corazón del hombre hacia Dios y le hace odiar el pecado. Pues, en verdad nada sabe tan bien a un niño como la leche de su nodriza, y nada le resulta más repugnante que esa misma leche mezclada con otro alimento. Del mismo modo, el hombre pecador amante del pecado cree que éste es para él más dulce que cualquier otra cosa[516].

Pero en cuanto se enseñorea de él un comprometido amor hacia Jesucristo nuestro Señor y el deseo de vida perdurable no existe en realidad para él práctica más detestable. Pues ciertamente, la ley de Dios se recapitula en el amor a Él; a este efecto el profeta David afirma: «He amado tu ley y rechazado la maldad y el odio[517]». Aquel que ama a Dios, guarda su ley y su palabra. Éste es el árbol que el profeta Daniel[518] contempló en espíritu con ocasión de la visión del rey Nabucodonosor cuando le aconsejó que hiciera penitencia. La penitencia es el árbol de la vida para aquellos que la aceptan; y bendito sea aquel que vive de modo penitente, según la máxima de Salomón[519].

En esta penitencia o contrición uno debe distinguir cuatro elementos, a saber: en qué consiste la contrición, cuáles son las causas que impelen a uno a tener un corazón contrito, cómo se debe alcanzarla y qué utilidad tiene para el alma.

La contrición es el dolor sincero de los propios pecados, acompañado del firme propósito de confesarse, hacer penitencia y no reincidir jamás en ellos. Y este dolor, en palabras de San Bernardo, tendrá las siguientes características: «Será grave y profundo, y extremadamente vivo y acerbo en el corazón». En primer lugar, porque el hombre ha pecado contra su Señor y Creador, y tanto más profundo y acerbo cuando que ha pecado contra su Padre celestial; y estas cualidades se incrementan al considerar que ha irritado a Aquel que le ha redimido con su preciosísima sangre y le ha rescatado de las ligaduras del pecado, de la crueldad del demonio y de las penas del infierno.

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