Malas no, pésimas noticias.

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Margaret se encontraba en la cocina cuando el teléfono sonó, intentando preparar la cena sin derramar lágrimas sobre la comida. Era lógico extrañarla, habían entablado una buena relación la primera vez que regresó y ahora su pequeña se iba de nuevo. Otro pitido del teléfono la despaviló. Supuso que sería Caleb, llamándola para recriminarle que el auto seguía sin funcionar bien. Hacía dos semanas que fallaba el encendido, o simplemente se paraba en medio de la calle, y ella aún no había tenido tiempo de llevarlo al taller. Estaba secando sus manos con un trapo cuando tomó el teléfono y contestó, esperando oír la voz de su hijo algo enfadado.

—Hola—.

—Buenas tardes, ¿hablo con la residencia Marshall?— una voz áspera habló al otro lado de la línea, inquietando levemente a Margaret.

—Sí, ¿quién habla?—.

—Señora, habla el oficial Yasser. ¿Es usted familiar cercano de la joven Alexa Marshall?—.

Margaret sintió una puntada en el pecho, como si algo le estuviese avisando que lo que escucharía no iba a ser nada bueno. —Sí, soy su madre, ¿puede decirme qué ocurre? ¿Le ha pasado algo?— inquirió con un tono algo demandante, pues los nervios la carcomían por dentro.

Se oyó como del otro lado, el oficial soltaba un largo y pesado suspiro —Lamento informarle que su hija... su hija ha sufrido un accidente automovilístico en el desvío hacia la autopista. En estos momentos la están trasladando de urgencia al Hospital General y Clínico de Richmond—.

Por un instante, un profundo e incómodo silencio inundó la línea; de seguro el oficial no quiso incomodar a la señora que estaba aún procesando la información y por eso colgó. Sin embargo, Margaret no se había quedado en shock, por el contrario: sabía perfectamente que lo que había oído era algo real y no un sueño, pues el dolor exacerbante que sentía en ese momento era tan auténtico como el que había sentido el día que su esposo fue declarado como fallecido en acción.

El tono del teléfono continuó sonando por largo rato, incluso luego de que el oficial colgara, de que Margaret cayera en el sofá y se derrumbara por completo, y de que comenzara a creer que todo era una simple y pesada broma de muy mal gusto para evitar pensar en la situación; después de todo eso, siguió sonando. Ella se levantó pero no colgó el aparato, sino que llamó a Caleb para regañarlo por la pésima broma que le había jugado; cuando éste contestó, se llevó el peor regaño de su vida, sólo para luego confirmarle a su madre, rompiendo el corazón de ambos con dicha afirmación, que no había participado de ninguna broma de esa clase.

....

Caleb estaba haciendo unas compras para su madre cuando ésta lo llamó, alterada; habló con rapidez, pero eso siempre pasaba cuando estaba nerviosa. Cuando por fin logró que le dijera las cosas con calma, no pudo creerle a sus oídos. De repente se vio en su auto, conduciendo a toda velocidad pero con precaución, pues no quería acabar como su hermana y causarle otro disgusto a su madre. Le dolía pensar así de Alexa; estaba enfadado pero no con ella, sino con el estúpido o la estúpida que causó el accidente. Él sabía que su hermana no era así de irresponsable, puesto que había sido quien lo preparó para su examen de conducir hacía dos años, y todo lo que sabía era gracias a ella; de repente, ese recuerdo desenterró muchos otros, no tan buenos. Todas las cosas que jamás le dijo, todas aquellas que sí expresó pero no de la forma correcta, todos los sentimientos reprimidos por años simplemente le estallaron en la cara, cegándolo: la ira, el dolor, la angustia y la pena, todo. Unos bocinazos lo sacaron de su ensoñación y continuó conduciendo con más cuidado hasta llegar a la casa.

Cuando llegó, detuvo el auto en la puerta pero no bajó a avisar de su arribo; necesitaba un tiempo para desahogarse y pensar, un tiempo él solo junto a sus pensamientos. Se quedó con la mirada fija al frente hasta que unas pocas lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas, convirtiéndose en un torrente: ahogaba leves gritos de frustración cubriéndose la boca con las mangas de la sudadera, y pasó sus manos por su cabello, intentando calmarse; ocultó su rostro entre sus manos, apoyando la cabeza sobre el volante para descansar. Así se mantuvo unos minutos, con la respiración dificultada y los ojos ardiéndole por el llanto, hasta que unos golpecitos lo regresaron a la realidad.

Alzó la vista y se encontró con su madre, parada junto a la puerta del copiloto a que le abriera. A Caleb no le importó que su rostro evidenciara su tristeza, en ese momento solo importaba el bienestar de su madre ante la situación. Se inclinó un poco y abrió la puerta; una vez hubo entrado y cerrado la puerta, su madre lo miró, dejando a la vista que ella se encontraba igual o peor que él: tenía los ojos rojos e hinchados, las mejillas sonrojadas y la nariz aún más. Ella bajó la mirada, y aunque al principio no comprendió la acción, Caleb luego supo por qué: era vergüenza. Sus ojos viajaron hasta sus manos, las cuales estaban lastimadas y rojas, un viejo y horrendo hábito que parecía haber desaparecido desde la última vez que sufrió algo como similar.

Caleb la abrazó, temeroso de que se rompiera en mil pedazos y la perdiera. Era esa clase de abrazos que siempre son necesarios, pero nunca los das o los recibes si no es el momento indicado. Luego de eso, se dirigieron al hospital.

El trayecto fue silencioso, con algunos cruces de miradas de a ratos, suspiros pesados y lágrimas rebeldes provocadas por pensamientos momentáneos o recuerdos tan viejos que hasta creyeron que habían olvidado. Cuando llegaron al hospital, dieron demasiadas vueltas hasta cansarse, siguiendo las mediocres indicaciones de personas no muy conocedoras del establecimiento y una recepcionista que, al parecer, no tenía idea de dónde estaba ella misma. Pasaron alrededor de veinte o treinta minutos hasta que llegaron al piso correcto, donde vieron a un oficial en la sala de espera, se le acercaron y resultó ser el mismo que había notificado sobre el accidente: había decidido acompañar a la joven hasta que algún responsable se apareciera. El oficial Yasser se despidió, deseándole suerte a la familia; tanto Caleb como Margaret no hablaron ni se miraron en todo el tiempo que estuvieron esperando por noticias de Alexa, pues cada quien tenía sus propios demonios a los que enfrentar.

Sueño IndefinidoDove le storie prendono vita. Scoprilo ora