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Mia odiaba ese pueblo. No por su gente o por su posición geográfica. Ella toleraba el calor sofocante de verano y el frio avasallador del invierno. No le molestaba que el cartero pasara a las seis y media de la mañana tocando una bocina estridente y soportaba con gran paciencia los chismorreos de sus vecinas respecto a su nula vida sexual. La razón por la que odiaba ese maldito pueblo era simple: su esposo lo amaba. Zack había crecido en ese pueblo, por lo que después de que se casaran, cuando la mala suerte comenzó a picarlos con su trinchete, decidió regresar. En un principio había sido algo lindo, una experiencia que hasta rondaba la fantasía romántica de cualquier pareja joven.

Su esposo tenía una propiedad a la orilla del pueblo, por lo que ambos empezaron con mucho ánimo el trabajo de una reconstrucción que aparentemente sería más fácil de lo que terminó siendo. Con lo último de sus ahorros, Zack había adquirido dos pequeños lotes en el centro del pueblo, uno era para que él pusiera su consultorio veterinario y el otro para que Mia pusiera su consultorio médico. Si bien ambos tenían un éxito moderado con ciertos clientes y ya cada uno con un auto, Zack comenzó a obsesionarse con la casa que parecía nunca terminarían de arreglar. Y eso parecía hacer mella en la cordura de su antes amoroso y atento esposo. Cuando no estaba en la veterinaria o atendiendo el ganado de alguien, estaba en el granero trabajando, esa era la rutina de Zack todos los días durante los últimos dos años, cuando Mia trataba de persuadirlo para que fuera con ella a distraerse, él se limitaba a gruñir y a pedirle que lo dejara en paz. Todo parecía que algo maligno habitaba en esa casa y ahora se había apoderado de su marido. Y aunque ella lo odiara últimamente, esperaba con ansias que terminara por fin de trabajar en su hogar, quizá así pudiera recuperarlo y volver a ser como antes ambos eran: Una pareja unida y aguerrida, que no se había dejado vencer por nada.

Hacía ya varios meses que ambos no compartían el mismo auto, aun cuando sus lugares de trabajo estuvieran contiguos y sus horarios no eran tan diferentes. Mia pensaba en todo eso con la amargura típica que diario la inundaba mientras conducía casi detrás o delante de su esposo. Se sentía sola en ese lugar, aunque sabía que no lo estaba. Había alguien que entendía su sentir y su pesar... aunque no era sano pensar en ello.

Aparcó su automóvil enfrente de su consultorio, donde una mujer pálida y delgada, de pelo negro y mirada triste la esperaba con un niño tomado de la mano. Al ver que la doctora se acercaba, la mujer expresó un chispazo de alegría, lo que hizo que el estómago de Mia diera un vuelco nervioso.

—Hola, Alana. Hola Frank. —Exclamó la doctora con cortesía.

—Doctora, espero no la moleste, pero es que Frankie ha estado raro últimamente. No quiere comer, no quiere decirme que tiene, ya estoy harta y cansada...

—No te preocupes, Alana, ahorita lo reviso.

Mia abrió su consultorio, prendió la luz y les invitó a que pasaran. Para ella ya no era raro ver a Frank o Alana King en su consultorio. La esposa del capitán parecía estar predispuesta a las enfermedades, aunque gran parte de la consulta se la pasara contando chismes, rumores o historias de su infancia. Frank, en cambio, era un niño autista de unos ocho años que raramente se enfermaba y que en palabras de Mia, debía estar en una clínica especial para que pudiera explotar todo su potencial, aunque claro, el chico se desarrollaba de buena manera, indiferente a la sobreprotección de su madre, enfrascado en su fantástica burbuja. No obstante, por más que el niño pareciera ignorar su entorno, Mia sabía todo el estrés que su madre ocasionaba sobre él.

—¿Qué es esta vez, Alana?

Mia sacó una libreta con más de setenta hojas de notas, de un cajón en su escritorio, esta era exclusiva para Frank.

—No quiere comer desde anoche, ha agarrado la costumbre de arrojar cosas hacia mí. Mia arqueó una ceja. Frank era un chico muy tranquilo.

—¿Has interrumpido de forma abrupta cuando está organizando sus cubos?

—¡Es que no me hacía caso!

Mia observó como el niño observaba a sus manos y movía sus dedos en un orden especifico. Ella sabía que si en esa mano él tuviera un cubo de Rubik lo ordenaría en un santiamén... para volver a desordenarlo y reordenarlo después. Ese era uno de los comportamientos más comunes del pequeño, tal como decir cosas inconexas como:

Cuando un león no puede hablar, puede silbar.

—Alana, ya te he explicado varias veces que debes tener paciencia en el trato de Frank, a veces es difícil, lo sé. Pero creo que por el bien de ambos, ya es hora que lo saques de su zona de confort pero con algo que lo ayude. Mándalo a la escuela.

Ese último enunciado fue como darle un tiro en la pierna. Alana King echó a llorar desconsoladamente, denotando una práctica que parecía más ensayada que autentica. Mia comprendió que esa era el arma de la esposa del capitán. Un arma de ataque seguro y que nunca fallaba, por lo que veía.

—Es que él es frágil, no puede correr como todos los niños de su edad y menos es como los demás. ¿Qué pasaría si le da un ataque epiléptico en la escuela y nadie lo atiende de buena manera, como usted? ¡Dios me libre de que este rodeado de extraños! ¿Qué pasa si me busca a mitad de clases y no estoy? —Mia tuvo que reprimir una sonrisa con la última pregunta, ya que el niño difícilmente reparaba en su madre si no era para golpearla.

—La maestra Ruth está más que capacitada para atender las necesidades de Frank, lo que él necesita también es integrarse a la sociedad, no siempre lo podrás tener encerrado y aunque así fuera, no estarías por siempre con él. El niño tampoco ha sufrido ataques epilépticos ni nada parecido, nunca lo he atendido por algo mayor a un resfriado.

—Pero leí en internet que eso puede presentarse...

—Alana, si no se ha presentado antes, no lo hará ahora.

—¡Usted no sabe nada! Solo es una doctora campirana a la cual su esposo ni siquiera se molesta en tocar.

Diciendo esto, la mujer salió junto con el niño, quien seguía abstraído en las formas que sus dedos parecían formar en el aire. Mia ni siquiera se inmutó por el exabrupto de la madre de su joven paciente, estaba acostumbrada a que ella hiciera eso cuando no le decían lo que quería escuchar. Al final del día iría Jamie a pagar la consulta y a charlar. Pareciera que últimamente la hacía de psicóloga y bien que Dios sabía cuánto necesitaba uno. Aunque claro, ya tenía algo similar y eso le daba cierto miedo.

Después de un rato de meditación, Mia llegó a la conclusión de que también odiaba a Alana King. La doctora se quedó observando hacia la nada. Su consultorio era un lugar que la estresaba, la luz blanca le daba migrañas y los "posters" de músculos y huesos ya la tenían fastidiada. Quería huir pero algo parecía mantenerla ahí. Mientras examinaba su situación y sus opciones, sonó su teléfono y ella respondería la primera de muchas llamadas que pondrían a prueba su capacidad y su cordura.


Tan Profundo como el VacíoWhere stories live. Discover now