Francia

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Mientras surcábamos el cielo por encima de los Alpes Suizos, recuerdo haber seleccionado una pista en el reproductor de mi teléfono. Quería estar preparado para el destino, y qué mejor si todo salía a la perfección. J'y suis jamais allé (Nunca he estado allí) de la banda sonora de la cinta francesa Amelié, fue la pieza que retumbó en mis oídos. Cerré los ojos y dejé que mi mente hiciera el trabajo. Luego, una serie de breves premoniciones inundaron mi ser inconsciente: vi la Torre Eiffel iluminada bajo un cielo cerrado, mientras docenas de estrellas tiritaban a lo largo de ella; vi los Campos Elíseos iluminados bajo la noche y la gente caminando a través de ellos; vi el telón de terciopelo rojo en el majestuoso escenario de la Ópera Garnier; me vi a mí mismo andando por la calle a orillas del Sena, acompañado de dos personas a las que jamás había visto; me vi ascendiendo por una colina repleta de condominios de fachadas impecables y negocios diversos; y también vi a una rubia que bailaba en medio de la noche y las estrellas... Sus labios eran rojos y, su mirada... Cuando visualicé sus ojos, el caleidoscopio de imágenes se oscureció. Abrí los ojos y afuera del avión sólo se alcanzaban a ver densas nubes, mientras tanto, el piloto nos indicaba que ya estábamos aterrizando en el aeropuerto Charles de Gaulle. Una vez que recogí mi equipaje y dejé atrás el aeropuerto, pensé en todo lo que ya me habían advertido sobre el mal genio de los locales y su desdén ante los turistas. No obstante, yo estaba preparado para que esa fuera la mejor parte del viaje. Al final, era lo que más esperaba desde que me encontraba haciendo los preparativos en México. El taxi que tomé en el aeropuerto me dejó en la entrada de mi hostal, que se localizaba en la calle Rue Rodier, en el barrio de los artistas y los bohemios: Montmarte. En todo el viaje, esa sería la primera vez que compartiría habitación con extraños. Por suerte, la primera persona con la que me encontré era paisano mío. Su nombre era Luis, y, no sin antes habernos comunicado en inglés al no tener certeza de nuestras nacionalidades, quedamos de abandonar el lugar para ir a pie hasta la Torre Eiffel. De ese modo, anduvimos desde las alturas de Montmarte hasta la Eglise de la Trinité, del Boulevard Haussman hasta la Ópera Garnier, de la Place de la Concorde hasta el Río Sena, y al final, nos encontramos con la que hasta ese momento fue la piedra filosofal de mi destino. La torre se veía tal como en mi pensamiento premonitorio. Luis y yo mirábamos embelesados, cómo la intensa luz que proyectaba la torre alcanzaba a iluminar el cielo nublado. Esa noche regresamos a la habitación y nos encontramos con un tercer huésped: James, un músico de Australia que decidió abandonar su continente para seguir a sus bandas favoritas, mismas que jamás hacían giras en ese recóndito lugar. La madrugada nos sorprendió mientras conversábamos, pero al final, decidimos que al día siguiente saldríamos juntos a recorrer algunos sitios de interés. El día quinceavo estuvo lleno de sorpresas; quizás, fue uno de los mejores días de mi vida. Primero nos dirigimos al Palais Garnier, donde descubrimos uno de los edificios más elegantes e imponentes de la capital. El teatro de la Ópera evocó en mí la música de la puesta de Broadway de Andrew Lloyd Webber: El Fantasma de la Ópera. Una premonición más se cumplió al quedar boquiabierto con los detalles de oropel que abundaban por todo el interior del edificio. Por otro lado, las butacas y el telón parecían estar hechos del mismo terciopelo rojo. Después de eso, los tres amigos nos dirigimos a Notre Dame, en medio de un lluvioso y nublado día, de esos que son muy comunes en París. Fue entonces que me percaté de que todas las premoniciones se estaban cumpliendo al pie de la letra: me descubrí andando con Luis y con James a orillas del Sena, hablando de una infinidad de interesantes temas que, a pesar de las distancias y las diferencias culturales, nos hicieron muy cercanos. Por la tarde fuimos al Museé d'Orsay, donde dividimos nuestros caminos para poder experimentar las obras a plenitud, quedando de vernos a las 7 para decidir si proseguíamos o nos retirábamos al hostal. La noche anterior, James me había informado que se encontraba en París para poder acudir al concierto de una banda inglesa de música gótica, misma de la que ya había oído hablar. Al saber James que, en algún momento de mi juventud, yo había sido un fanático de esa clase de música, me invitó a que lo acompañara al recital. Y ese mismo día se llevaría a cabo dicho evento, por lo que, al final del recorrido por el museo, Luis decidió darle otra vuelta y James y yo nos pusimos en marcha para alistarnos. No mentiré: no estaba muy convencido de acudir, pues pensaba que habría un sinfín de cosas que se podían hacer en París, y un concierto de música gótica era lo último en esa lista. No obstante, sería una experiencia especial: no me podía negar a acudir a un recital en un lugar que no fuera México. De esa forma, nos aventuramos al lugar, un club nocturno llamado Bus Palladium, que, por suerte, se ubicaba en el barrio donde nos hospedábamos. Al llegar, nos percatamos de que se habían dado cita un gran número de personas con atavíos propios de esa subcultura: corsés de cuero negro, botas estilo militar con numerosas hebillas, playeras repletas de agujeros y mallas de red. La música sonaba atronadora y la gente aguardaba impaciente por la agrupación. Noté que había un globo estroboscópico colgado del techo, el cual reflejaba estrellas de colores en las paredes. James y yo nos sentamos a esperar a que el espectáculo diera inicio, y en tanto, miraba a toda esa peculiar gente que se iba dando cita en el inmueble, que no era muy grande. No sé cómo podría sonar lógico lo siguiente, pero así sucedió: la música que retumbaba en las bocinas se fue desvaneciendo de mis oídos, dando paso a un susurro onírico que parecía detener el tiempo; los frenéticos movimientos de baile se volvieron parsimoniosos; las estrellas artificiales parpadeaban con lentitud y un sonido lejano se fue acrecentando... No tardé en reconocerlo, pues se trataba del mismo tema que escuché en el avión y que causó esa serie de premoniciones: J'y suis jamais allé.

El color desconocidoWhere stories live. Discover now