Italia

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Conforme me acercaba a París, mis ánimos iban mejorando. Observar la Toscana desde los aires fue algo inolvidable: campos verdes entre cerros del mismo color, ríos que se bifurcaban en múltiples arterias y techos rojos por todos lados. El frío más severo de toda la aventura lo experimenté el día séptimo de la misma: Florencia nos recibió con el cielo nublado y un gélido viento que sonrojaba la piel. De esa ciudad en particular surgieron innumerables suspiros, pues cada esquina a la que yo volteara, estaba plagada de edificaciones antiguas y fachadas de ensueño. El colosal Duomo de Santa María del Fiore, el Ponte Vecchio y la Galleria degli Uffizzi, fueron sueños cumplidos al momento de atestiguarlos en persona, y qué decir de los gelatos: manjares cuyo sabor jamás podré borrar de mi paladar y mi memoria. El sitio en que me hospedé en la ciudad florentina no pudo ser más evocador e inspirador: el último nivel de la Torre della Burella era un palomar pequeño pero muy íntimo; fumar y escribir mientras miraba los tejados a través de la ventana fue un ejercicio diario. Durante esos días entendí el amor que mi madre le confería a ese país, rico en cultura e historia, pero, sobre todo, en romanticismo. Llegó la luz del sol en el octavo día y la jornada me llevó por diferentes regiones de ese país. La primera parada fue en Siena y después llegué hasta la tierra prometida de mi madre: Perugia. Transportarme por medio del tren de Italia fue de las experiencias más enriquecedoras de esa parte del viaje, así como la musicalidad de la lengua en voz de las personas. Entrar a Siena fue una experiencia surreal, pues dejé atrás un pueblo moderno para después perderme entre callejones góticos, los cuales me llevaron hasta la Piazza del Campo: una explanada en desnivel rodeada de construcciones antiguas y los característicos tejados. Después, tuve que realizar múltiples transbordos para poder llegar a la capital de la región Umbría: Perugia, lugar donde mi madre tomó un curso sobre restauración de arte durante su mocedad. Y durante mi fugaz estadía en la Ciudad de las Tres Colinas, traté en todo momento de recrear en mi imaginación, la impresión que debió tener mi madre al visitar éste lugar. En el día nueve mis pasos me llevaron a Pisa, a conocer la emblemática torre y sus alrededores. Antes del medio día estaba de vuelta en Florencia y aproveché el día para recorrer todos esos sitios de interés para turistas. De noche, la ciudad adquiere una vena enigmática y elegante al mismo tiempo, lo cual, lejos de alegrarme, me empequeñeció el corazón: me sentía mal de estar tan solo alrededor de tanta belleza. Mi leitmotiv siempre ha sido compartir esas cosas y situaciones que me complementan y que me apasionan. Sin embargo, de todo lo grandioso que pudiera ser esa aventura por Europa, nada superaba esa creciente melancolía... El décimo día di mis últimos pasos en la Toscana y por la tarde volé a la que hubo sido sede de uno de los imperios más antiguos; la ciudad de los placeres mundanos y los manjares prohibidos: Roma. El día once me sorprendió con un mejor clima, mismo que aproveché para recorrer a plenitud la capital. Caminé desde la Fontana di Trevi, pasando por Il Pantheon, el Altare della Patria y llegando hasta el Vaticano. Una vez más llegó el atardecer, dando paso a la solemne oscuridad de la noche, lugar en el tiempo y el espacio donde la congoja se hacía siempre presente. No tengo una memoria exacta de lo que pensaba, pero sí de lo que sentía. En mi habitación también tenía un sublime rincón para entregarme a mis anhelos: un balcón con vista a la tumultuosa ciudad, donde fuese de noche, o de día, algo sorprendente siempre sucedía. El doceavo día lo usé para acudir al majestuoso Coliseo y las ruinas del Monte Palatino y el Foro Romano. De ésa jornada en particular, recuerdo con alegría cómo me divertí escuchando las peripecias de tres familias españolas, mismas que se encontraban formadas delante de mí en la fila para el Coliseo y que suponía no se daban cuenta de que les entendía. Luego, no me resistí a transitar por el barrio Trastevere y enamorarme cada tres cuadras: las mujeres italianas poseían una belleza que se alejaba de lo común. En el día número trece se suponía que debí haber ido a Nápoles, pero luego de un análisis fundamentado en la recomendación de un taxista florentino, y el deseo por terminar de beberme Roma a plenitud, impidieron que llevara a cabo esa parte del trayecto. En cambio, pasé el día como si fuera un ciudadano más, disfrutando de la vida, las calles y el sinnúmero de deleites al paladar que un mundo como ese tiene para ofrecer. Antes de que finalizara el día, y tras sufrir un amargo encuentro con unos militares que me pidieron mis papeles, me detuve en una iglesia a medio camino de la Piazza del Popolo y la Piazza di Spagna. Me introduje al templo y pensé que ya era tiempo de darle un enfoque a mis sentidos: tenía una imperiosa necesidad de sentirme amado, de tener compañía... Seguía sin creer que ese maravilloso viaje lo estaba haciendo solo. No negaré que pensé en mi anterior relación y la culpa que sentía de haber cumplido mi sueño sin ella. Quizás era la vida que me castigaba con esa dura soledad. Quizás era una tontería deprimirse en un viaje como ese. Pensaba que había desaprovechado mis mejores años y que me encontraba predestinado al olvido. Lo cierto, es que haber llevado a cabo esa catarsis, me ayudó a abandonar la iglesia con el corazón y el espíritu desahogado. El día catorce pude disfrutar de Roma un poco más, pues por la tarde partía mi avión al destino tan anticipado y tan determinante para mí. Y es que del viaje en particular, el trayecto del cual ya he dado testimonio, no fue sino un largo prólogo para el verdadero derrotero de mis anhelos, el fruto de mis intenciones y el punto cardinal para detener el mundo y erigirme como un renacido: París ya era insoslayable.

El color desconocidoWhere stories live. Discover now