Una vez que la puerta se cierra tras de mí siento el frío del cemento filtrándose a través de mis pies descalzos. El corredor está completamente desolado a excepción de la chica.

Al principio solamente se oye el ruido que emiten los tubos de luz sobre nuestras cabezas y las lejanas voces del vestidor, pero en cuanto los segundos pasan soy capaz de oír su respiración tan bien como oigo la mía. Sé que está nerviosa, y también sé que intenta disimularlo con la simpática y pequeña sonrisa que curva sus labios.

—Lo siento—decimos al mismo tiempo.

Ella ladea la cabeza y frunce el ceño.

—Te arrollé con mi auto hace unas horas—me recuerda divertida, casi como si le diera gracia el hecho de que yo le esté pidiendo perdón. —Tú no hiciste nada, Blake.

Al principio la contemplo por un momento mientras mi nombre sigue siendo repetido por su voz en mis pensamientos. Lo dice como si me conociera desde hace años cuando en realidad no es así; me nombra como si lo hubiera hecho un centenar de veces en el pasado, con una completa familiaridad y cordialidad.

—En realidad lo hice—aseguro comenzando a caminar con mis zapatos en mano. Sus pies se mueven junto a los míos y comenzamos a recorrer el pasillo que lleva a la oficina del nuevo entrenador, la cual supongo que es la misma que usaba Hudson, a la par. —Te hice sentir incómoda, lo sé por la forma en que usaste tu cabello como escudo además de que estoy seguro de que apretaste con fuerza tus manos cuando las escondiste tras tu espalda—apunto girando mi rostro para mirarla.

Ella traga y sus labios se abren dispuestos a emitir alguna palabra, pero entonces se toma unos segundos para anclar sus ojos en sus zapatos y pensar. Retuerce las correas de su cartera por un tiempo y su sonrisa se desvanece tan rápido como reaparece en su rostro, pero esta vez ya no es forzada.

—Está bien—dice ya sin vergüenza, como si el simple hecho de hablarlo la hubiera despojado de cualquier rastro de inseguridad. —Yo también miraría a alguien con curiosidad si viera una cicatriz como la mía decorando su cara—confiesa. —No hace falta que te disculpes.

—Tal vez no deba disculparme en realidad—reflexiono deteniéndome por un momento. Ella hace uno o dos pasos más antes de girarse y ladear la cabeza en la espera de que prosiga. Hay interés en su forma de mirar, en la manera en que se inclina con respeto y atención. —Pero quiero señalar de que no me quedé mirando esa cicatriz por simple curiosidad.

Ella cuadra sus hombros y nos observamos el tiempo suficiente para que yo pueda estudiar su rostro y archivar las imágenes en algún rincón de mi mente. Mi corazón parece latir cada vez más lento como suele hacerlo cuando pinto, cuando la calma me llena en cada oportunidad en que me pongo manos a la obra.

—¿Y por qué lo hiciste?—inquiere en un murmuro que hace eco en el corredor.

Pronto me doy cuenta que mirarla disminuye mis latidos, me tranquiliza tanto que no me percato de que mi teléfono está vibrando y sonando en el bolsillo de mis jeans hasta que arquea una ceja en mi dirección. Al mismo tiempo la puerta al final del pasillo de abre y el denominado Bill Shepard aparece en el umbral.

—¿Zoella?—pregunta el hombre.

Ella está a punto de darse vuelta cuando ancla sus ojos en mí por última vez. Sé que le intriga mi respuesta, que se está debatiendo en si debe preguntarme una vez más o debe contestarle al nuevo entrenador al que aparentemente conoce.

Saco mi teléfono y miro la pantalla. Es una llamada entrante de mi jefa.

Mi madre.

Y así dedico a la chica una última mirada antes de marcharme.

Extra pointWhere stories live. Discover now