Capítulo 20: Una huida frustrada

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A la mañana siguiente, antes de la misa mayor, Joan acudió al jardincillo y se apostó tras la estatua del santo.

Aguardaba la llegada de Nicolasius, a quien pensaba interrogar para saber si habí­a llevado a cabo su cometido de alertar a fray Anselmus del peligro que acechaba a los chicos.

El monje, a quien acababan de liberar de su encierro, no tardó en aparecer.

-Nicolasius -le habló Joan al verle, haciéndole creer nuevamente que era san Martí­n quien a él se dirigía.

-¡Padre! ¡Oh, padre! Pensé que me habí­ais olvidado -respondió el monje con sumisión.

-Nicolasius, dime -continuó Joan-: ¿has cumplido el cometido que te confié?

-¡Sí­, sí­, Padre! Así­ hice. Os lo prometo. El prior Anselmus planea ahora la huida, ya que cree que su vida corre peligro. 

-¿Por qué cree eso?

-Habló con "el Obispo" y éste intuye sus sospechas.

Joan aprovechó la ocasión para sonsacar información relativa a fray Ravenius.

-¿Crees que "el Obispo" alertará al abad o a Maxime?

Nicolasius se sintió aterrado al oír mencionar a "el Obispo."

Joan reparó entonces en su rostro maltrecho tras la paliza recibida el día anterior.

-¿Quién te ha hecho eso?

-No... no puedo hablar, Padre.

-¿Cómo que no? Dime: ¿qué clase de persona es en realidad "el Obispo"? ¿Está involucrado en los asuntos de Maxime?

-No... no puedo hablar en estos momentos, Padre...

-¿Por qué le tenéis tanto miedo? ¿Qué esconde esa persona?

El repicar de la campana del monasterio convocando a los fieles a la misa fue la excusa perfecta para que el monje huyese sin contestar a Joan.

-¡Nicolasius! ¡Aguarda! -le llamó Joan, mas el fraile ya no volvió.


El hermano Nicolasius estaba en lo cierto: el prior proyectaba la huida para antes del amanecer.

Para informarse sobre sus planes de huida, Joan sustituyó a su compañero Molinet como monaguillo en la misa mayor, esperando tener ocasión de acercarse hasta el prior, que celebraba la misa, y entablar diálogo con él.

Ésta se presentó tras la misa, cuando Joan, a solas con Anselmus en la sacristí­a, le ayudaba a despojarse de sus hábitos.

-Padre Anselmo, he de hablaros -se dirigió a él muy seriamente.

-Dime, hijo -le contestó el clérigo con evidente preocupación.

-¡Padre, necesitamos ayuda! Nos han llegado rumores de que conocéis la desgracia que acecha al internado. Lo hemos visto, padre. ¡La leyenda es cierta!

Al percibir el cariz que tomaría la conversación, el prior cerró la puerta de la sacristí­a y bajó el tono de su voz.

-Lo sé, hijo; tengo proyectado huir y dar la voz de alarma.

-¡Dejadnos ir con vos!

-Imposible. No hay sitio en la carreta para todos; pero, no os preocupéis, en unos dí­as os veréis a salvo. Podéis confiar en mí.

-Sólo seremos mis cuatro amigos y yo; se lo prometo, padre -suplicó Joan.

Anselmus se lo pensó unos instantes.

-Está bien; creo que os podré ocultar en el carro -dijo al cabo-. ¿Cómo te llamas, hijo?

-Joan Sagace.

-Muy bien, Joan Sagace: mañana, antes de rayar el alba, partiré en mi carreta. Os estaré esperando en las cuadras. No os preocupéis, ya he sobornado al guarda de la entrada para que nos abra la verja.

-Bien, padre; allí estaremos. No se vaya sin nosotros.

-No, Joan; te lo prometo.

Con un emotivo abrazo, Joan y el clérigo sellaron su compromiso.


Extraño debió resultarle a Joan no volver a ver al prior a lo largo de aquel día, aunque finalmente se convenció de que Anselmus pretendía pasar lo más desapercibido que le fuese posible mientras preparaba su huida; así­ que no le dio mayor importancia al hecho.

Al finalizar el dí­a, Joan ya había informado a sus amigos del pacto alcanzado con el prior, por lo que, aquella misma noche, debí­an de estar prevenidos para despertar en la madrugada y abandonar el internado.

-¿Y qué harás con Juliette? -le preguntó Pierre una vez se apagaron las luces del dormitorio.

-Ya le he avisado que iré a buscarla antes de que partamos -respondió Joan-. No te preocupes, Pierre: todo saldrá bien. La de hoy será nuestra última noche en Saint Martin.

-Ojalá Dios te oiga, Joan.

-Sí, Pierre. Y ahora, trata de dormir un poco.

-Está bien; buenas noches.

-Buenas noches.

Joan en cambio permaneció despierto toda la noche.

Aún le daba vueltas a las preguntas que le hiciera al hermano Nicolasius sobre "el Obispo," las cuales habí­an quedado sin respuesta.

Antes de clarear la aurora, Joan despertó a los suyos.

A hurtadillas salieron del dormitorio y, envueltos en sus capas, cruzaron el claustro y se encaminaron hacia el refectorio, a cuya vuelta se hallaban las cuadras.

-Vosotros id y esperadme allí­; tengo que avisar a Juliette -indicó Joan a los suyos antes de llegar al punto de reunión.

-¡Mirad! ¿Qué es eso de allí­? -alertó Didier antes de que Joan se separara del grupo.

En la distancia, una estela de tierra y polvo se levantaba del suelo por la cuesta que ascendí­a hacia la entrada del internado.

Era la estela que dejaba la carreta de fray Anselmus al atravesar el recinto hacia la verja de salida.

-¡Nos... nos ha engañado! -clamó Joan incrédulo.

-Pero... nos lo había prometido -dijo Pierre, atravesado por el desengaño.

-¡No es posible!

-Está claro que no puede uno fiarse de los adultos -manifestó Legrand sentencioso.

-¡Maldita sea!

-Está bien, chicos; no hay nada que hacer. Vayámonos antes de que nos descubran -aconsejó Joan a los suyos.

Desengañados y con las esperanzas marchitas, los cinco amigos marcharon de vuelta al dormitorio antes de que amaneciese.



El Internado de Saint MartinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora