Capítulo 9 "Me voy a asegurar de que me obedezcan cuando estoy cerca"

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 Él respira hondo y toma otro trago de su café. Desde que lo supo, sólo ha intentado convencerse de que no es su culpa, de que, aún si hubiese estado atento, si hubiese buscado señales, no las habría encontrado. Aun así, no puede no sentir el peso sobre sus hombros.

—Sin embargo, yo fui el ingenuo. Fue mi error creer que podía confiar en vos, que el tener que preocuparme por asegurarme de que no estabas mintiendo había quedado en el pasado.

 Ella se estremece ante la mención de sus rebeldes años de adolescencia. Tenía apenas quince años, y una notable inmadurez, cuando empezó a salir con Martín, un chico de la escuela que era por dos cursos más grande. Al no conseguir la aprobación de su papá —según él, por ser demasiado mayor—, los encuentros con su entonces novio solían ser a escondidas y con mentiras de por medio. Sus papás lo supieron más tarde por la intervención de la mamá de una de sus, por razones obvias, ya no tan amigas, y fue caótico. Sin embargo, Pablo quedó satisfecho con un castigo de un par de meses en el que supuso que ella había asimilado la gravedad de sus actos. Lo cierto es que no ha cambiado demasiado desde entonces, sólo aprendió a ocultarlo mucho mejor.

—Lo bueno es que tampoco voy a tener que hacerlo ahora —dice, con una incipiente sonrisa que ella no puede comprender.

 Pablo se pone de pie y se acerca hacia las enormes cajas que dejó apiladas junto a la puerta al llegar. Una de ellas es de un lavavajillas, la otra, de una cocina, sin embargo, duda que su contenido tenga que ver con esos electrodomésticos. Él no está de humor para darle regalos, ella supone que no los merece, tampoco.

 Al verlo levantar y acomodar las cajas sin esfuerzo en frente suyo asume que, lo que sea que contengan, es mucho más liviano de lo que suponía, lo que alimenta su curiosidad por descubrirlo. No lo hará sola, se da cuenta cuando él le pide a Zóe, —quien, por supuesto, estaba mirando con atención—, que se acerque también, alegando que lo que tiene que mostrar es importante para ambas. Luego, le indica a cada una que elija una de ellas, y, por último, les da la orden de que abran sus respectivas cajas. Ni cintas de embalaje ni ataduras de hilos les impiden abrirlas con facilidad, sólo les toma desplegar las solapas para develar el enigmático interior. Ellas se miran la una a la otra, desconcertadas.

—¿Qué hay adentro?

—Nada —contestan al unísono.

—Perfecto. Tienen dos horas para llenar esas cajas con todas las cosas que quieran llevar —ordena, y hace una pequeña pausa para examinar sus confundidas expresiones antes de dar la noticia—, porque, a partir de hoy, se vuelven a vivir a casa.

—¿Qué? —Zóe es quien reacciona primero, cruzándose de brazos en un gesto que demuestra su desconformidad— ¿Por qué?

—Las puse a prueba y ambas me demostraron que no puedo fiarme de ustedes. Si no aprendieron a respetarme cuando estoy lejos, me voy a asegurar de que me obedezcan cuando estoy cerca.

—Pero, ¿yo qué tengo que ver? Fue ella la que estaba con Fernando a escondidas.

 Si no la conociera tanto, Sara estaría indignada ante el egoísmo de su hermana. Sin embargo, siempre ha sido de la misma manera; le basta con sólo salvarse ella, y si para lograrlo tiene que hundir a su melliza todavía más, como si no tuviera ya suficientes problemas, lo hará con aparente gusto. Recordarle a su papá la infracción que ella ha cometido debería hacerlo reconsiderar su decisión de castigarlas a ambas, siendo que, al reflexionar sobre lo que Sara hizo, no hay nada que Zóe haya hecho en su vida entera que pueda comparársele. Pablo no está tan de acuerdo.

—Sé lo que hizo tu hermana, pero también sé lo que hiciste vos. Anoche te pedí que volvieras urgente a casa y no me hiciste caso. Por más de que lo que me dijiste me fue útil, si no podés seguir una orden tan simple como esa, ¿qué puedo esperar de vos?

 Ella voltea a ver a Zóe con ojos desconfiados, preguntándose qué clase de información útil, que no tuviese absolutamente nada que ver con ella o Fernando, podría haberle dado la noche anterior. Las respuestas lógicas se reducen a sólo una, repitiéndose en su cabeza como la evidente realidad que no quiso ver. Zóe lo sabía, Zóe lo dijo. Ella fue quien la delató, quien divulgó el único secreto que deseaba mantener a salvo, y al intentar visualizar la escena en su mente, puede imaginarlo con una vividez casi perfecta. Puede imaginar la agresiva reacción inicial de su papá, con insultos colmando su garganta y algún objeto valioso viendo su fin al ser estrellado contra el suelo. Puede imaginar la expresión, entre asombro y espanto, de su mamá, con los ojos abiertos en exageración como gesto preponderante en su rostro, el resto de sus facciones ocultas detrás de sus manos. Puede imaginarla, sobre todo, a ella, contando historias sobre las conversaciones que oyó a través de las delgadas paredes del departamento, sobre las dudosas salidas con amigas a medianoche, sobre aquellas pocas veces en que bajó la guardia y le permitió ver más allá, confirmar sus sospechas. Porque, si no la había delatado aún, si esperó hasta esa noche, quizás necesitaba estar más segura, tener pruebas concretas, incriminarla de manera contundente. La imagina entonces observándola al subir al auto de Fernando hace unas horas, incluso capturando el momento en una foto como prueba infalible. Imagina también, como un sonido lejano, el llanto solitario de Alina, en medio de una situación que no comprende, ni puede comprenderla.

 Cuando Zóe vuelve a hablar, ella está mirándola con otros ojos.

—Pero... —intenta protestar, para ser interrumpida con rapidez.

—Pero nada, Zóe, sé muy bien lo que hago.

 Sara levanta la vista al mismo tiempo que su papá lo hace, encontrando sus ojos por primera vez desde la noche anterior. Hay oscuras manchas debajo de ellos, remarcando las arrugas que el paso del tiempo ha salpicado sobre su rostro, el cansancio presente en la lentitud de su parpadear.

—Y vos, Sara —dice, su mirada clavada en ella de una forma que logra intimidarla—, portate bien, que todavía tengo otra sorpresa que darte.

 Ambas oyen el sonido de la llave al girar en la cerradura cuando Pablo cierra la puerta, imposibilitándoles la salida. Al verse forzadas a permanecer adentro, Zóe le dirige una mirada acusadora, echándole en cara con mudas palabras que es a causa suya que están pasando por esto. Sara no va a permitirlo.

—No me mires como si fuese todo mi culpa.

 El portazo que da al entrar a su dormitorio retumba en el silencio del departamento.

Para quien quiera abrir los ojosWhere stories live. Discover now