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Draco se levantó muy temprano para ejercitarse, una costumbre que había adoptado desde hacía medio año, cuando Severus le había asegurado que siendo tan joven era indispensable no solo mantener una fuerza mental o mágica, si no también física.

Salió de la mansión usando la aparición que había aprendido ilegalmente con ayuda de su padrino y se transportó hasta los inmensos jardines de la mansión, aquellos que poco a poco habían ido perdiendo su antigua gloria desde que Voldemort había instalado ahí su base de operaciones.

El rubio corrió por los verdes campos que rodeaban la mansión únicamente usando un pantalón deportivo y unas zapatillas, dejando a la vista sus perfectos músculos, aquellos que había ganado a base de esfuerzo y buena alimentación.

El sol apenas comenzaba a salir y el clima era perfecto para correr cómodamente, sin el molesto sol de verano quemándole la piel, solo la brisa de la mañana y el aroma a naturaleza rodeándolo.

Cuando terminó su sesión de ejercicios que contaba de correr cinco kilómetros colina arriba, sentadillas y abdominales, caminó de vuelta a la mansión, envuelto en sudor, ya con el sol a sus espaldas, despertando recién.

Cuando estuvo dentro de los límites de la que alguna vez había sido su casa se apareció de nuevo en su habitación, tomó un baño y se colocó la túnica del colegio, dispuesto a iniciar su sexto año en Hogwarts.

Tal vez Draco se hubiera sentido aliviado de estar lejos de los mortífagos y de Voldemort, pero la verdad es que se sentía más enfermo que nunca, no solo porque debía dejar a su madre rodeada de todos aquellos monstruos, sino porque precisamente un par de semanas antes Voldemort en persona le había encargado la misión que mediría su lealtad. Debía volver al colegio y asesinar a Dumbledore a cambio de la liberación de su padre de Azkaban donde lo habían metido hacía meses por haber participado en un ataque a Potter en el ministerio. Un ataque que había salido terriblemente mal y del que el mismísimo Draco había dado aviso, solo gracias a eso la orden pudo intervenir a tiempo y ayudar a Potter y sus amigos.

Malfoy no era un idiota, sabía que la única razón por la que Voldemort le había encomendado aquella tarea que ni él mismo había podido cumplir, era para hacer sufrir a sus padres, más específicamente a Lucius, por haber fallado en la captura de Harry. El Lord sabía que Draco no podría contra un mago tan poderoso y experimentado como lo era Dumbledore, lo había mandado a una tarea suicida para vengarse por la incompetencia de su padre.

Voldemort no solo le había asegurado que liberarían a su padre, también lo había amenazado con hacer pagar a Narcissa si fallaba, el bastardo se había asegurado de presionarlo lo suficiente para que el menor de los Malfoy cumpliera con su tarea sin demora, a sabiendas que la integridad y seguridad de sus padres estaba en riesgo.

Draco había cambiado muchísimo, rodeado de mortífagos, muerte y maldiciones imperdonables, se había convertido en un muchacho serio, frio y calculador. Había aprendido a cuidar cada uno de sus pasos, a mantener la máscara de indiferencia y a lucir como si aún tuviera el control de todo aunque estuviera pasando todo lo contrario. Y su maestro, por supuesto había sido el mejor, Severus Snape.

—Dragón, es hora de marcharse —Dijo la voz de su madre desde el otro lado de la puerta.

El rubio abrió la puerta con un movimiento de varita y su madre se adentró a su dormitorio. Lucía tremendamente delgada y pálida, lo que había sido su antigua belleza y esplendor aún se encontraban ahí, pero como vestigios de lo que había sido hacía un par de años atrás.

Miraba a su hijo con la misma devoción con la que miraba a su marido.

—¿Vas a estar bien? —Dijo él acariciando la mejilla de su madre, a la cual ya había rebasado en estatura.

Draco Malfoy y el príncipe de GryffindorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora