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Capítulo • 4

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La conversación en la mesa fluyó con normalidad... o eso parecía. Yo me limité, la mayor parte del tiempo, a escuchar fascinada cada palabra de la boca de mi hermano. En algún momento la conversación del resto de la familia se volvió un tema aparte en el que ni Daniel ni yo teníamos voz de mando.

Así que, una vez más, el mundo se había reducido a los «terribles Kinsella», como solían llamarnos en el vecindario.

Dan aseguró que Londres no era tan interesante como se veía en internet, pero tenía la impresión de que lo decía solo porque sabía que me moría de ganas por poner un pie en ese lugar.

—¿Cómo van las cosas con tu ex?

—La última vez que lo vi, lo arrollé contra un árbol.

Que quede claro que los animales no son lo único que puedo arrollar, aunque mis razones para arrollar a mi ex fueron diferentes.

—¡¿Qué hiciste qué?! —exclamó antes de sostener su estómago con ambas manos y echarse a reír.

Reí a causa de su risa melódica y asentí sin poder decir demasiado.

—Me sentí terrible. Sobrevivió, quiero decir: es un tipo grande, pero tuve que llevarlo a urgencias, lo cual fue bastante difícil considerando que él en serio pensó que quería asesinarlo, no creyó que fuera un accidente. Ahora cada vez que me ve le da por analizar sus alrededores como si necesitara escapar de alguien.

La risa de Dan atrajo la atención de todos otra vez. Lo cual me sentaba horrible, pues si había algo más aterrador que tener todas las miradas sobre mí, era, sin duda, tener toda la atención de mi familia.

Aunque ahora que Dan estaba cerca, seguro que nadie se atrevería a volver a tomarme como su burla.

Era una carga menos.

—Clairewinkie —llamó mamá retomando el orden—, no nos dijiste por qué llegaste tan mojada. Llegaste con tanta prisa.

Ah, sí, eso.

Oh, por Dios.

Por instinto, clavé la mirada en el novio de mi prima, quien ya me observaba con suma curiosidad. Casi podría jurar que comenzaba a disfrutarlo.

Pues no, al parecer no iba a ayudarme.

—Yo... Hum... Mi auto...

—Se ponchó —recordó el abuelo, horrorizado desde el otro extremo de la mesa.

—¡Sí, eso! Fue terrible yo... Esto... Tomé un taxi.

Lo cual era medio cierto: del Starbucks más cercano a casa sí que tomé un taxi... Eso debía darme puntos, ¿no?

—¿Y cómo es que terminaste mojada? —preguntó mi padre con curiosidad, despertando el interés de toda la familia.

—Yo... Pues yo... —Dios, por qué tenía que balbucear siempre que mentía, era como una maldición—. El taxi se ponchó a un par de cuadras antes de llegar a casa así que caminé el resto bajo la lluvia.

Pero lo peor venía siempre después de balbucear, que era cuando mi boca exteriorizaba la verdad sin filtrarlo por un colador de pensamientos, que buena falta me hacía.

—¿Estás diciendo... que tu auto se ponchó y el taxi en el que venías de camino a casa... también lo hizo? —preguntó papá para rectificar mis idioteces.

Bien, visto de ese modo sonaba increíble. Pero uno no puede dejar un barco de mentiras que ya ha zarpado. Si mi madre se enterara de que dejé las llaves en el auto, arrollé a un ser vivo y pedí ayuda a un desconocido en medio de la noche una vez más... Bueno, ya podía ir diciéndole adiós a mi departamento independiente con Aly y Lizzy.

Con sabor a mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora