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Capítulo • 2

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Entré a casa dando un portazo. Todas las miradas se volvieron hacia la chica mojada con restos de hojas secas y barro en el cabello. Todas las miradas se volvieron hacia mí.

—¡Santo Dios, Claire! —exclamó mi madre, llevándose las manos al pecho.

—Estoy bien, solo tuve un pequeño accidente. ¿Puedo darme un baño antes de que lleguen los demás?

Mi madre se acercó a palpar mis brazos en busca de alguna fractura, me recorrió con la mirada marrón que extrañaba cada noche en mi apartamento compartido y asintió cuando comprobó que no me faltaba ningún miembro.

—Si con los demás te refieres a Lagardianna: hazlo antes de que te humille con anticipación —permitió Theo, rodando los ojos como le enseñé semanas atrás.

Theo era el único hijo de mi hermano mayor. El niño era el único que de verdad podía ver cómo era Adrianna en realidad. Lagardianna era una palabra secreta-no-tan-secreta que usábamos para hablar sobre la extraña especie híbrida entre humano y lagarto que era Adrianna. A sus seis años ya era un chico apuesto e inteligente, amaba los dinosaurios y podía recitar trabalenguas de corrido a la perfección. Era mi orgullo.

Mi madre lo reprendió con una mirada y, echando los cabellos rojos sobre sus hombros, asintió permisiva en mi dirección.

Me disculpé con la pequeña parte de la familia que llegó a tiempo, antes de correr al baño a quitar todo el barro y las hojas con el agua de la regadera. Era una verdadera suerte que mi madre aún conservara parte de mi ropa en mi antigua habitación porque no sabría qué hacer de otra forma.

Cuando el agua comenzó a caer limpia a la tina blanca, me apresuré a terminar para poder recoger mi cabello en un moño decente... Pero todo falló.

Con una toalla enredada al cuerpo, maldije entre dientes cuando al salir corriendo del baño, golpeé mi dedo pequeño del pie contra la pared, luego maldije entre dientes cuando encontré toda mi ropa apilada dentro de una caja de beneficencia, y maldije de nuevo cuando la ropa que encontré estaba unos veinte centímetros más pequeña.

—Claire, ¿qué es todo ese ruido? —cuestionó mamá, antes de irrumpir en mi habitación acompañada de una bonita caja de regalo con papel de renos, Santa y un pino esferado.

—Mi ropa es... pequeña —le mostré con una mueca contenida.

—Oh, cariño, tu ropa siempre ha sido pequeña —bromeó.

Al parecer mi tamaño compacto todavía era el foco de las bromas en la familia. En mi opinión un metro sesenta y cinco no era para mofarse, pero esa era una pelea que no iba a ganar jamás.

—Qué graciosa.

El suspiro cansino que lanzó al aire antes de sentarse al borde de mi cama, me advirtió que no se avecinaba nada agradable.

—Cariño, ese fue un accidente. Adrianna quiso lavar tu ropa la última vez que vino a casa y... se encogió... ¡Pero ella se veía muy apenada! Hasta se ofreció a comprarte una nueva.

—Seguro que sí —mascullé entre dientes, arrojando la ropa de regreso a la caja—. Ahora saldré en toalla de baño.

Que sus dioses tibetanos le creyeran el cuento del accidente. Ya podía ver la escena reproduciéndose en mi cabeza: sus labios carmesíes curvándose en una fina línea de maldad adiestrada, sus largas uñas rojas rasgando la bolsa de jabón, su horrible ceja gruesa arqueada con condescendencia, su llanto falso y su mirada inocente explicándole a mi madre la obra de caridad fallida.

—Oh, no Clairewinkie, por suerte tu padre y yo pesamos en que te vendría bien un vestido de reunión, ya sabes, para situaciones familiares especiales ¡cómo esta!

Con sabor a mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora