1. Comencemos el juego (EDITADO)

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¡Estaba loca! Se lo decían con más frecuencia de lo que quisiera aceptar.

Elizabeth Kügler podía clasificarse como una persona demente. No era que necesitara ser internada en un hospital psiquiátrico, pero siendo francos, a la señorita Kügler parecía haberle faltado un tornillo en la cabeza desde el momento en el que nació. Nadie esperaría que una dama de su categoría hiciera cosas como gritar en medio de una calle o saltar a un charco en el camino, tampoco esperaban que subiera sus faldas hasta las pantorrillas, o hablara despreocupadamente con los hombres, mucho menos cuando se le veía pasada de copas y un cigarrillo en la mano. Elizabeth daba de que hablar, siendo hija de uno de los hombres más ricos de Alemania y nieta de los duques de Bermont en Londres, lo que se esperaba era perfección, pero todo lo que esa jovencita tenía que ofrecer eran unos ojos grises retacados en travesuras, una sonrisa problemática y una maraña de cabellos rubios que completaban su imagen descontrolada.

A Elizabeth le agradaba desencajar, le fascinaba dar de que hablar y adoraba su libertad. Le gustaba pensar que nada malo le pasaría nunca, se atenía a la suerte que parecía estar siempre de su lado y se aprovechaba de ello cuanto podía, vivía la vida al límite y sin preocupaciones junto a sus muchos primos.

Lastimosamente para ella, cumplía dieciocho años, el tiempo de una mujer casadera pasaba como el aire entre las hojas para Elizabeth, pero no para el resto de su familia, quienes se veían cada día más preocupados con el futuro de la hermosa doncella.

Esa mañana del quince de marzo de 1872, Elizabeth despertaba tardíamente, como de costumbre. Era dada a llegar tarde por placer, importándole poco que su abuela subiera personalmente para regañarla y hacerla bajar lo más presentable posible, que venía siendo con una bata sobre su camisón.

—¡Dios santísimo Elizabeth! —gritó la abuela cuando la vio entrar, aun limpiándose las lagañas de la cara— ¡Siempre es lo mismo contigo!

—Abuela, ¿podrías no gritar así?, me sacarás canas antes de tener veinte.

El resto de sus primos rieron a su posta.

Tanto Elizabeth como su hermana mayor Marinett, vivían en Londres junto con su abuela. Habían llegado a esa casa a los doce años y para ese momento, tenían demasiado cariño a la hermosa Inglaterra; les fascinaban los placeres de la vida citadina, las veladas y la convivencia con el resto de sus primos, quienes vivían ahí con ellas con la idea de que tuvieran la mejor educación ¿Quién mejor para impartir modales que los ingleses?

—¡Deberías estar avergonzada! —se exaltó la pobre anciana—, no sé cómo Dios te ha hecho tan despreocupada.

—Dios no me ha hecho despreocupada abuela —la joven tomaba un poco de jugo de naranja—, el vino lo ha hecho ¡Bendito seas Baco por existir!

—Déjate de sandeces —replicó la mujer mayor—, aunque me alegra ver que al menos pones atención a Rosalía, quién tanto se esfuerza en enseñarte de Grecia, pero debo decir, que aprendes lo equivocado.

—Me aburre sobremanera, pero todo se queda grabado después de que me da un buen sermón.

La abuela se siguió quejando un buen rato, pero para entonces, Elizabeth apenas prestaba atención a ello y estaba mucho más enfocada en las nuevas que sus primas tenían para ella. En total, eran siete primos viviendo en Bermont, cuatro mujeres, tres hombres.

—Me han dicho que llegaron hace dos semanas, pero nadie los ha visto aún —decía Marinett entre susurros.

—Vaya, vaya, que interesante —sonreía Katherine, su prima francesa de cabellos rojizos— otros tontos a los cuales aplastar.

—Vamos Katherine, no seas así de perversa —regañó Annabella, una dulce joven de castaños cabellos y ojos verdosos, venida de Rusia.

—Es verdad lo que dice —asintió Elizabeth—, no hay hombre que no quisiese casarse con una de nosotras. Sabemos bien que nadie lo ha logrado y quizá nadie sea capaz de soportarnos.

—Si tan solo te comportaras como debieras, no tendrías esos problemas —regañó su hermana mayor, Marinett, hermosa pelinegra con los mismos ojos grises de Elizabeth.

—Yo no te veo ni casada, ni comprometida —se cruzó de brazos la menor—, y te comportas a la perfección.

Su hermana entrecerró los ojos y amenazó con una ceja levantada.

—¿Estás segura de que quieres seguir hablando Lizzy? —sonrió Katherine—, no quiero que Marinett te mate antes de decirte la noticia importante.

—¿Cuál es? —pidió desesperada, dejando de lado el enojo de su hermana.

—Bueno, resulta ser que estos "hombres", son muy reconocidos entre los londinenses, son presa de toda madre con hija casadera y por lo que dicen, todos tienen títulos respetables y mucho dinero.

—Uy, seguro será una carnicería —Elizabeth sonrió.

—Esa es la única realidad. Pero dicen que además son muy apuestos —susurró Annabella.

La abuela carraspeó inconforme por el comportamiento de las damas en el salón. Debían agradecer que sus primos se encontraran presos entre sus tutores durante toda la mañana, seguro sería mucho más complicado hablar del tema con ellos presentes.

—¿Qué dicen chicas? —continuó Elizabeth después de un leve silencio— ¿Una apuesta?

—¿De qué hablas? —Annabella la tomó del brazo—, prometiste que no harías más apuestas.

—Bah, no iré a las cartas. Me refiero entre nosotras.

—Dime lo que piensas, querida prima —sonrió Katherine.

—Bueno, intentemos enamorarlos, la que gane será la dueña y señora de las demás por dos meses.

—¡Uno! —repuso rápidamente Marinett.

—¿Tan rápido te das por vencida hermanita? —sonrió la rubia.

—No, pero son hombres difíciles, no sería justo que, si uno faltase, las demás no tuvieran oportunidad.

—¿Dices que hay uno para cada una? —alzó la ceja Annabella—, parece que vamos a comprar fruta al mercado.

—¿Qué hay si no nos gustan? —apuntó Marinett.

—¿Y eso quiere decir que a mí sí? —la rubia se inclinó de hombros y tomó su jugo—, es una apuesta, no una boda.

—Yo entro —asintió Katherine—¸ pero que conste que la primera que tenga un acercamiento gana ¿Vale?, si insistimos en demasía, nos veríamos como unas desesperadas.

—Bien —Elizabeth estiró la mano—, la primera en tener un baile con él, gana la apuesta.

Las primas dieron por cerrado el trato y se dispusieron a seguir con sus largas y tediosas clases de modales, lecturas poéticas y cultura. Todas por igual, debían saber por lo menos dos idiomas contando el natal y por lo menos tocar un instrumento. Pero pasadas esas horas, las cuatro subieron las escaleras para dirigirse a sus habitaciones y arreglarse para la velada de lady Pimbroke, que prometía ser lo suficientemente elegante y prestigiosa como para hacer que las nuevas carnadas de las jóvenes se presentaran.

Elizabeth se mostraba más entusiasmada que las demás, tenía el don para hacer que los hombres se acercarán a ella y no le era difícil hacer que por lo menos se fijaran en su presencia. Pero la competencia era dura, sus primas eran mujeres hermosas e inteligentes, si había alguien que pudiera ganarle era alguna de ellas, tendría que esforzarse al máximo.

Además ¿Quién no lo daría todo por hacer que su hermana Marinett le llevara jugos de naranja hasta el árbol al que le gustaba treparse?

Ciertamente, valía la pena.

Lo que desata un beso (Saga los Bermont 1)Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz