Capítulo V

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Matías.

Si alguna vez les cuentan la historia de un niño loco llamado Hugo, crean la mitad de lo que les digan y asegúrense del resto antes de atreverse a dudar.

Los humanos son muy confiados, incluso aquellos que se creen muy independientes. Gustan de pensar que las personas son buenas y que pueden contar con ellas. Le llaman fraternidad, solidaridad, humanismo y de muchas otras maneras, pero yo le llamo miedo.

Si supieran, como Hugo, que las personas por lo general buscan no más que su propio interés, no lo resistirían. Dormirían temiendo que el vecino entre y se robe su comida o mate a sus pequeñas crías para mantener el dominio sobre los demás. Por eso juegan con sus reglas tontas y andan por ahí con su viejo cuento del bien común.

Hugo no era como ellos. No se daba el lujo de apegarse demasiado a nadie. En eso siempre se pareció más a mí de lo que era conveniente y más de lo que me gustaría, siendo sinceros.

Un par de veces había bajado la guardia y las cosas no salieron bien para nadie.

Confió en una niña hace años —o al menos fingió hacerlo— y fue cuando todos se asustaron y lo dejaron aquí. Siempre el miedo y la hipocresía de los adultos. Dijeron que era por su bien, así lo recuerda el niño, pero a los gatos nadie nos engaña. Cuando los humanos encierran algo es porque le temen, no importa lo que digan.

Confió en la mujer que vino en ese tiempo, mucho antes de que yo llegara, la que lo encerró en la casa verde y le llenó el cuerpo de medicinas. Lo he visto más veces de las que creerían: si algo está fuera de control o no funciona como les gustaría, simplemente lo ponen en algún lugar donde no estorbe demasiado. Si es algo hecho por ellos mismos —como un niño—, se aseguran de que nadie vea su fracaso.

Confió en la mujer nueva, la que intentaba llevarlo afuera con los demás monos, pero fue sólo por un tiempo, pues luego se empeñó en querer alejarla. Lo peor es que las cosas entre nosotros no estaban muy bien por culpa de eso.

En un tiempo, ciertamente había algo similar a la confianza entre el niño de la casa verde y yo, antes de que decidiera actuar contra mi instinto y apoyara a la mujer para sacar a Hugo. Después de eso comenzó a verme receloso y a mantener su distancia.

Lo único bueno es que la casa volvió a llenarse de ratas, aunque mientras el joven prisionero anduviera por ahí sin dormir, no me sentiría de muy buen humor. Odio que la gente me vea comer, como si fuera un deseo de intimidad mezclado con la vieja costumbre animal de proteger el propio alimento, sobre todo desde que Hugo comenzó a recordarme más y más a un gato.

Por otro lado, si alguna vez les cuentan de un gato capaz de penetrar en habitaciones cerradas como si pudiera hacerse uno con la oscuridad, duden de la mitad de lo que les digan y asegúrense de que nadie sepa si llegan a creer la otra mitad.

Los humanos son muy cobardes, incluso aquellos que se creen muy valientes. Gustan de pensar que las cosas son como ellos creen y se sienten muy seguros en sus certezas.

Si supieran, como Hugo, que todo en este mundo se puede ver de formas diferentes y aceptaran que a veces las cosas pasan de formas que nada ni nadie podría predecir, se volverían más locos de lo que ya son.

Acaso los niños podrían comprenderlo, sobre todo las pequeñas crías que caminan en cuatro patas, unos seres que me parecen sumamente brillantes.

Hugo no era como los demás monos. No se daba el lujo de aferrarse demasiado a lo que otros le decían. En eso siempre se pareció más a mí de lo que era conveniente y más de lo que sería seguro para él, siendo sinceros.

Hugo, el locoWhere stories live. Discover now