Capítulo IX

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Hugo.

Días después de que la mujer empezara a visitarme, empecé a notar que siempre había alguien vigilando en el jardín, como esperando algo que yo no acababa de entender. Cada tarde, unos ojos me observaban por la ventana mientras trataba de captar con mi lápiz las pequeñas creaturas que flotaban junto a ella.

Ahí nos encontrábamos una tarde Matías y yo, escuchando la melodía extraña que toca la lluvia contra el cristal de vez en cuando. Por alguna razón, esa vez no hubo ojos observando, excepto por los niños que jugaban tontamente por la calle. ¿Qué clase de locura les llevaba a bañarse a propósito?

Me di cuenta de que Matías no le daba mucha importancia a los ojos vigilantes ni a la ausencia de ellos y él es el experto. Después de todo, de los dos es el único que puede pasar tiempo afuera y, si hubiera algo extraño, seguramente lo sabría.

Creí que al menos ese día podría disfrutar de mi soledad junto al gato que me acompañaba desde que se lo arrebaté a la oscuridad aquella noche, pero pronto perdí esa esperanza. De un momento a otro me encontraba luchando contra las infernales aguas en que se me forzaba a entrar cada vez con mayor frecuencia, lo que sin duda significaba otra visita de la mujer.

En cuanto a ella, no me había dado un solo consejo útil sobre arte. Lo único que hacía era preguntarme cosas sin sentido, como si quisiera información, esperando que le contara sobre las otras personas que vivían conmigo, aunque por alguna razón seguía insistiendo en llamar «casa» a aquel lugar.

Mucho tiempo atrás, antes de que me encerraran en el calabozo, tenía unos padres. Recuerdo que me leían historias de todo tipo, algunas de las cuales aún siguen en mi memoria. Incluso en la horrible mazmorra verde donde me recluyeron tenía algunos libros, gracias a los cuales pude llegar a darme cuenta de que el lugar donde me tenían no era una casa.

En los cuentos de aquellas noches y en las palabras de mis libros, las familias pasaban el tiempo haciendo cosas juntos, paseando, yendo de compras, o viviendo aventuras. Había familias grandes y pequeñas, rotas y completas. A veces la familia se separaba porque un mal terrible caía sobre ella y otras veces se extraviaban juntos en medio de la nada. Lo importante, en cualquier caso, es que terminaban reunidos en casa, alrededor de la mesa para cenar o cantando canciones en Nochebuena. En el lugar de mi encierro, por el contrario, no había cenas alrededor de la mesa ni niños jugando; no había fiestas de cumpleaños ni comida de navidad; no había historias antes de dormir ni padres que las contaran. Claramente no podía ser una casa porque no había ningún tipo de familia, solamente éramos yo y mi gato.

Cierto, aquí es a donde quería llegar. Días después de que Matías y la mujer se conocieran, empecé a notar que éste se mostraba muy afectuoso con ella, siempre sentado a su lado durante nuestras pláticas. No podía evitar la sensación de que juntos planeaban algo contra mí. ¿Qué tal si los ojos del jardín trabajaban para la mujer? ¿Y si las salidas de mi trozo de sombra gris eran para hablar con esos ojos y contarles mis secretos?

A pesar de que normalmente confiaba en mi intuición, la verdad es que no tenía razones suficientes para sospechar de mi compañero, pero aun así no me sentía del todo seguro. Supongo que nunca se sabe lo que puede estar pensando la noche y mucho menos cuando toma forma de gato.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora