Capítulo II

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Señor Blanco.

Dicen que un hijo es la mayor felicidad para una familia y eso quizá sea cierto para la mayoría, pero no para mí.

Claro que lo fue en un principio. Incluso recuerdo el día en que supimos que Lauren estaba embarazada. Hicimos tanta fiesta que casi rompemos los tímpanos de la doctora que nos dio la noticia, según sus propias palabras. Era lo que habíamos soñado durante tanto tiempo y al fin se volvía realidad. Mi trabajo me permitía ahorrar una buena cantidad de dinero cada mes, así que lo primero en nuestra agenda fue buscar una casa más grande, con un amplio jardín para jugar y un árbol donde pudiéramos colgar un columpio.

—Enrique, ¿puedes creerlo? —decía mi esposa con ilusión cuando nos hicieron la entrega oficial de las escrituras.

—Va a ser perfecta, mi amor —respondí contemplando nuestra adquisición.

Habíamos encontrado un hogar justo como lo habíamos imaginado, aunque haría falta un poco de pintura porque parecía que la casa podía contagiarte de algo sólo con verla. Por suerte en la compañía para la que trabajaba contábamos con personal de mucha confianza al que, sin duda, podría contratar para la remodelación.

Los fines de semana, Lauren y yo trabajábamos juntos en el jardín. A ella le encantan las plantas, así que se encargó de esa parte en forma casi exclusiva. Yo, por otro lado, instalé una cerca que evitaría que el niño se saliera del jardín, lo cual era más que una simple precaución, pues la casa se encontraba justo en la esquina de Olmo y Montecillo, las dos principales calles de la localidad. En cuanto al limonero, después de dar el pago inicial de la propiedad descubrí que ya no crecería mucho más y que las ramas no serían tan robustas como para sostener el columpio cuando el niño creciera, pero al menos por un tiempo podríamos disfrutarlo.

Aun antes de que Hugo naciera, habíamos invertido ya una fuerte suma para que todo estuviera listo a su llegada. Incluso habíamos hecho arreglos para apartarle un lugar en uno de los mejores colegios del vecindario, lo que desde luego requería un importante donativo monetario, pero nada era demasiado para nuestro niño.

Por desgracia, todo se había venido abajo una semana después de la reunión con los directivos de la escuela, aquella mañana en que todos los noticieros hablaban de lo mismo: el dueño de una importante compañía —la misma en que trabajé durante nueve años— había sido arrestado por lavado de dinero y malversación de fondos. De la noche a la mañana me había quedado sin empleo y el futuro que planeábamos dejaba de existir. Incluso el proyecto de remodelación había pasado a ser sólo un sueño y Hugo tendría que nacer en aquella casa de horrible color verde.

Unas semanas después, mi vida dio un nuevo giro cuando, de ser un exitoso agente con su propia oficina y un gran equipo de personas a su cargo, pasé a trabajar aplastando cajas en una fábrica con un sueldo que apenas era suficiente para sobrevivir y seguir pagando la casa.

Luego de unos años las cosas que aún quedaban comenzaron a derrumbarse también, cuando el niño enfermó. Día con día lo veía desvanecerse, hasta que ya no resistí verlo más. No quería aceptar aquella imagen de mi hijo volviéndose distante y agresivo, con la mirada perdida en el espacio y cada vez más desconectado de su familia.

En el trabajo mis turnos se volvían más y más largos para pagar sus tratamientos, las consultas con la psicóloga y las medicinas especiales que le recetó a fin de cuentas.

Necesitaba un escape y lo encontré en el alcohol, un vicio que había dejado mucho tiempo atrás, cuando conocí a Lauren y decidí que ella se merecía algo más que a un adolescente ebrio. Ella seguía sin merecer a un alcohólico como yo, pero la fuerza se había ido de mis manos, desgastadas por pelear con el pasado y con la terrible enfermedad que nos envolvía en aquella maldita casa.

En el jardín, el limonero y su columpio permanecían abandonados, recordando los días que no tuvimos.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora