Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta

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Cuando la modista apareció, una mujer de unos cincuenta años y un poco más, nos hizo pasar a una sala en donde ya tenía colgados unos modelos especiales en perchas.

Nos dijo que lo ideal era partir de alguno de ellos para evitar realizar la moldería de cero. Aunque pensé que Elizabeth diría todo que no, ella me instó a mirarlos y a elegirlos. No pude señalar ninguno porque todos me parecían horribles. ¿Y qué pasaba con esos cuellos tan cerrados? ¿Y ese encaje? ¿Por qué todo estaba tan lleno de encaje?

No había pensado en eso demasiado en mi vida, pero sí tenía claro que jamás iba a casarme con algo así. Eran espantosos.

—Ay, perdón, pero... ¿Es que no hay algo distinto? —pregunté a la señora de la casa. Ella me miró como estuviese loca.

—¿Algo distinto?

—Son todos muy cerrados —murmuré—, me voy a ahorcar con esto.

—En la iglesia se requiere discreción, Daria, querida —me dijo Elizabeth, pero ella no parecía estar en contra de buscar algo distinto.

—Bueno, pero... —empecé. Elizabeth empezó a correr las perchas, sin mirarme—. ¿No puede ser algo con menos voladitos? Lo discreto está bien, siempre y cuando no parezca que me vomitaron tul encima —agregué, solo para ella. Durante un segundo, la mamá de Daniel me miró estupefacta. Al siguiente segundo, estaba escondiendo una sonrisa.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué tal si pasamos al lápiz? No estamos en contra de usar la moldería de estos vestidos, pero queremos algo más elegante.

—Y más amplio de abajo —dije—. Una pollera grande —añadí.

La modista dudó, pero empezó a sacar muestras de corpiños que eran más lo que yo buscaba. Acordamos entonces combinar dos diseños diferentes y tuve que aguantarme el encaje porque eso era lo que se usaba.

Después de probarme esos diseños y de que tomaran mis medidas justas, quedamos en volver en un mes para la primera sesión. Esa gente iba a trabajar como esclavos en las próximas semanas y casi que me sentí mal por ellos. Pero como dijo mi futura suegra, ellos pagarían lo que tenían que pagar para hacer valer ese trabajo.

Cuando nos fuimos, Elizabeth me invitó a almorzar y me preguntó por mi relación con su hijo. Le ordenó la comida al mozo y comentó que se alegraba de vernos tan unidos. Sobre todo, pensaba que era bueno que nos apoyemos mutuamente en momentos como esos, en los que yo tenía mal mi memoria y Daniel se sentía agotado por la presión de su papá.

Recordé enseguida las palabras de Daniel el día anterior y lo pesimista que veía su futuro profesional, por estar enredado con los trabajos que se sentía obligado a tomar. Sin embargo, fingí no entender qué pasaba.

—¿Presionado? ¿Por qué?

Ella suspiró y me dijo que su marido tenía una actitud muy orgullosa y le costaba delegar obligaciones. Sabía que Daniel era muy capaz, pero no aceptaba sus consejos y apreciaciones sobre las inversiones.

Eso me descolocó un poco, porque pensaba que la presión venía por otro lado.

—Ah —contesté—. Yo creí que le daba mucho trabajo.

—Sí —aceptó Elizabeth—, pero solo el trabajo que es repetitivo y que no implica que Daniel se involucre de verdad. Lo tiene como un secretario —se quejó después—. Y él es muy inteligente.

—Sí, lo es —respondí, justo cuando nos traían el almuerzo—. Él se está preparando mentalmente para hacerse cargo de todo. No pensé que su papá no quisiera darle mayores obligaciones.

La memoria de DariaWhere stories live. Discover now