Introducción

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Matías

Esta no es la historia que quiero contar. Quizá, cuando terminen, estarán de acuerdo en que tampoco es una historia que querrían conocer. A decir verdad, nadie debería tener que contar una historia como esta y, sin embargo, aquí estamos.

Siempre han dicho que «los de mi clase» somos unos egoístas, petulantes y altaneros —algo que no está lejos de la verdad—, pero estoy seguro de que ahora no sonaría tan acertado, tomando en cuenta que sólo estoy haciendo esto con renuencia.

Esta es la historia de alguien que no puede contarla. Es la historia de Hugo, el niño de la casa verde que se encuentra en la esquina de Olmo y Montecillo.

La noche en que conocí a Hugo creí que el pobre estaba loco. Con el tiempo, siento decir que confirmé mi sospecha. Pronto aprendí también que esa opinión era lo único que teníamos en común su familia y yo. Hablando de ellos y ya que debo ser sincero, sepan que llegué a descubrir cosas que me hicieron preguntarme —en repetidas ocasiones— si no estarían quizá más locos que el pequeño. En lo que no tengo dudas es en que eran todos unos monos ignorantes con muy mal gusto aunque, por lo general, las personas son así.

La locura de Hugo era un asunto bien sabido por todos. No había pequeño en el vecindario que desconociera la leyenda del niño loco a quien su familia mantenía encadenado en un enorme sótano lleno de ratas. A todos les habían dicho que si no comían su sopa, si veían la televisión por demasiadas horas o si desobedecían a sus padres en cualquier cosa, terminarían como él: locos y encadenados en una vieja casa de repugnante color verde.

Desde luego, todo aquello no eran más que inventos de personas con nula capacidad para divertirse, quienes intentaban convertir a los niños en un montón de adultos tamaño miniatura —tan aburridos como ellos— aprovechando una tonta leyenda urbana.

Hugo no estaba de ninguna manera encadenado en el fondo de un enorme sótano, eso es obvio. Cuando conoces una sola casa de por aquí, es como si las conocieras todas. Pareciera que algún sujeto sin imaginación hubiera decidido utilizar el mismo diseño una y otra vez para todo el vecindario, lo que significa que, si una casa no tiene sótano, entonces ninguna lo tiene.

Algo cierto en la leyenda era que, como creí desde el principio, Hugo estaba loco. También es verdad que vivía encerrado, pero «en la comodidad de su habitación», lo que sea que eso signifique. Hubo un tiempo en que incluso le llevaban al jardín por unos minutos, pero eso ya era parte del pasado. Si alguna vez lograba salir a dar un paseo por la casa, era atrapado y devuelto de inmediato a su alcoba.

Aun así, los monos con los que vivía —a quienes he tenido que acostumbrarme a llamar «su familia»— le obsequiaban con al menos una visita diaria, aunque también atormentaban al muchacho con un baño semanal.

Otra parte de la leyenda era cierta y es que en la casa de Hugo había muchas y muy deliciosas ratas, aunque sé que por alguna razón nadie ahí las come; ni siquiera el niño en sus momentos de hambre, cuando se olvidaban de llevarle alguna de las comidas.

Probablemente ya habrán notado por qué tengo que contar yo la historia. Incluso, habrá quienes sientan por él algo parecido a la compasión, aunque he de aclarar que el niño loco de la casa verde en la esquina de Olmo y Montecillo no era ningún santo. Baste decir que la noche en que llegué a su alcoba casi me arranca los bigotes.

Tuvimos un verdadero combate en el que perdí un tanto de dignidad pero en que Hugo llevó las de perder, cosa comprensible puesto que se enfrentaba a un oponente con un intelecto y una habilidad superiores. Intentó retenerme con él a la fuerza, a lo que desde luego me resistí pues, aunque en verdad quería estar en esa casa, no iba a permitir que me tratara como a una vulgar mascota.

Cuando al fin entendió cuál era su lugar, me quedé en la habitación.

No podía esperar que alguien en su situación me alimentara, eso estaba claro, pero ni falta que hacía. Ya les he dicho que nadie por allí apreciaba las ratas tanto como yo, así que la comida literalmente venía corriendo hasta mi casa cada noche, una de las tantas ventajas de ser un gato.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora