A pesar de la aprobación de la familia Scott y de la necesidad de la mía por resurgir, no quiero ser la madre de los hijos de Carlos.

No quiero ser madre de los hijos de nadie.

—Debemos estar ahí, te guste o no. —Mamá me ve con la misma expresión severa de siempre—. Nuestra situación es demasiado inestable en estos momentos; necesitamos más que nunca de los Scott. No permitiré que nuestra familia pierda su estatus social. ¿Te imaginas lo difícil que sería vender esta casa, abandonar Athenia y mudarnos a un barrio de la ciudad? El solo hecho de pensarlo me pone los pelos de punta.

—Lo has repetido cientos de veces —espeto—. ¿Podrías por una vez en tu vida hablar de algo más que no sea el dinero? 

Ante mi insolencia, ella decide guardar silencio. Es consciente de que tengo razón. No sabe hablar de otra cosa que no tenga que ver con el lujo y con las comodidades que ama.

Yo ya me resigné a lo que sucederá. Hace un mes, al cumplir los dieciocho años, confirmé que mi vida sería irremediablemente desdichada. Me hallo en la obligación de convertirme en madre, de ser la esposa perfecta de un futuro gobernador de la nación y la esperanza económica de toda una familia.

De no ser por la crisis financiera que atraviesa nuestra empresa, podría ser emparejada con cualquier otro hombre para la reproducción. Siendo franca, preferiría pasar la vida entera junto a un extraño que en compañía de Carlos Scott. 

Él es un patán, y muy pocos lo saben. Bajo la imagen de un hijo ejemplar se esconde una persona con severos problemas con las drogas y el alcohol, alguien que se mete en líos constantemente y que engaña a su prometida. Me ha sido infiel desde hace meses. Sus vanos esfuerzos por ocultarlo y negarlo me enfadan más que el propio acto en sí. Sé con certeza que, al igual que yo, él no quiere ser padre. 

Y no tenemos otra opción.

Nadie la tiene.

Mi teléfono vibra sobre la mesa: es una llamada de Carlos. Me alejo unos cuantos metros de mamá para contestar.

—¿Carlos?

Cariño, no podré acompañarlas en el té —dice—. Tengo algunas obligaciones que cumplir.

—¿Qué clase de obligaciones?

Nada peligroso, no pienses mal —asegura en tono despreocupado.

Asumo que trama algo malo.

—Carlos, como vayas al Sector G otra vez, haré que beses el suelo —lo amenazo sin una pizca de diversión en la voz, pero con miedo de que nuestra llamada sea interferida—. No olvides que tienes como novia a una experta en defensa personal. 

Él ríe. En el fondo, ha de saber que mi amenaza va en serio.

Me llevo sustos de muerte cada vez que Carlos visita el G. Ese lugar, según dicen, es el infierno en la Tierra.

El Sector G es el único sitio en todo Arkos carente del excesivo control y supervisión del gobierno. Nunca he ido, pero por lo que se rumorea, ahí ocurre de todo: tráfico de drogas, trata de blancas, prostitución, venta ilegal de órganos y todo lo posible e imaginable. Carlos suele ir "de compras" al G. Ha sido descubierto por el Cuerpo de Protección en un par de ocasiones, pero al ser hijo de uno de los hombres más influyentes de Arkos y un futuro gobernador de la nación, los protectores absuelven sus crímenes, lo dejan ir sin inconvenientes y ocultan lo sucedido a la prensa y al país entero.

No te preocupes, no me pasará nada —promete Carlos, como si ir al G fuera lo más sencillo del mundo.

—Sabes que no me gusta que vayas al G. Es muy peligroso.

No tienes de qué preocuparte. Estaré bien.

—Aunque me oponga irás, ¿no?

Se limita a reír como respuesta.

—Prométeme que vas a tener cuidado y que volverás temprano —exijo.

Lo prometo.

Mi esfuerzo por lograr que Carlos deje las drogas es cada vez más inútil. Lo he intentado todo, pero nada ha funcionado.

A pesar de sus defectos y de las cosas indebidas que hace, no puedo evitar preocuparme por él. Después de todo, ha estado conmigo desde el primer día en que cruzamos miradas. Solía sentir amor hace un par de años, pero el sentimiento perdió su fuerza con el paso del tiempo. No tengo más remedio que aprender a amarlo otra vez por nuestro propio bien y por el de los hijos que tendremos.

¿Podré ser la madre perfecta que el mundo espera que sea? Puede que sí.

¿Lograré amar a Carlos tanto como debería amar a mi primogénito? Tal vez.

¿Seré feliz?

Nunca. Al menos, no con un gobernador de la nación.

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