Capítulo 4: El señor Hess

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Me recogí el cabello y bajé otra vez a desayunar. Lamentablemente, me gané otra mirada desaprobatoria de Bonnie. La ignoré lo más que pude cuando me servía la comida y me relajé cuando me dejó sola. Ahí, ella no tenía permitido sentarse conmigo.

Comí sola, aburrida, y tratando de imaginar cómo se peinaban todos los días las mujeres. Había visto que usaban muchos rulitos, pero no pensaba usar ruleros todos los días de mi vida. Tenía que haber otras opciones, más aun viviendo en el campo.

Al terminar, pregunté qué era lo que yo solía hacer para pasar el tiempo. Bonnie me dijo que solía leer, que buscaba libros en la biblioteca de mi padre, que iba a dar paseos y que luego me encerraba en mi habitación.

Era una vida terriblemente monótona, pero la verdad es que tampoco había mucho más que hacer. No había televisión, ni internet, ni ganas verdaderas de meterme en el río a refrescarme porque esa agua estaba congelada debido a la cercanía a las cumbres de las sierras y a las vertientes.

Sin embargo, a pesar de mis decepciones, salí de la casa para explorar. Quería ver qué más podía reconocer del pueblo en su estado actual. Bonnie me acompañó hasta la puerta y me preguntó si no quería llevar sombrero. Afuera, el sol estaba bastante fuerte y me imaginé que también lo decía porque no le gustaba mi cola de caballo. Me solté el pelo y le dije que no tenía ganas de volver arriba. No pudo decirme nada más, sobre eso al menos.

—Por favor, señorita Daria, recuerde que a su padre no le gusta que hable con otros hombres que no sean el señor Daniel, ¿si? —me dijo, un poco temblorosa.

—No, Bonnie, no lo recuerdo. ¿Y eso por qué? —dije, deteniéndome antes de salir del jardín.

—Porque no sería correcto, usted está comprometida.

—Entiendo.

Era bastante obvio —o eso suponía— y bastante exagerado. Me despedí de ella y llegué a la calle con rapidez. No contaba con ver a Daniel y la verdad es que tampoco quería que pensara que era una pesada. Por ahí empezaba a creer que dependía mucho de él. No estaba bueno que se la creyera y la verdad es que prefería averiguar un poco más de su relación con Daria por otros medios.

En el camino, me saludó una señora y me preguntó por mi estado de salud. Luego, me crucé con un par de trabajadores agrícolas, que iban al pueblo a almorzar desde temprano, y al final con una mujer bien distinguida que apenas era un poco mayor que yo. Tenía bien armados los rizos a la altura de los hombros y me sometió a un escrutinio bárbaro.

—Daria, querida, ¿qué le pasó a tu pelo? —me dijo, llevaba una fina sombrilla además de un sombrerito con red. Sus tacones eran más altos, parecidos a los que había llevado el día que había llegado allí y no parecía importarle eso.

—Se me perdieron los ruleros —contesté, pues pensé que decirle que no tenía ganas de hacérmelos iba a quedar muy mal. Ella arqueó las cejas y la fugaz idea de que quizás éramos amigas se esfumó. No sabía entonces porqué me tuteaba, si era una cuestión de intensidad en el ataque o qué.

—¿Se te perdieron? —respondió, con sorna—. Bueno, pero de verdad parece que te diste la cabeza con algo. ¿Es verdad que perdiste la memoria? ¿Qué no recordas ni quién era tu prometido? ¿Te olvidaste que ese estampado es historia vieja también?

Me quedé muda, buscando la lógica al nivel de acoso que ella intentaba someterme. No encontraba nada por lo que sentir vergüenza, más que por su patético intento por molestarme.

—No tengo ni idea de quién sos, es verdad —contesté, sin molestarme demasiado—. Pero evidentemente no puede ser tan difícil. Preguntaré a ver si alguien te conoce... —suspiré y negué con la cabeza—. Ah, no, esperá, mejor preguntémosle a quién le importa. —Se quedó viéndome con la boquita pintada de rojo ligeramente abierta—. Corazón, anda a joder a quien le interese.

La memoria de DariaWhere stories live. Discover now