Cap. XXXVII - Los Gritos Ahogados

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Eduardo

Un año después...

El cielo permanecía encapotado, los pocos reflejos que otorgaba el sol tocaban la tierra con tristeza, como si supieran, al igual que cualquier otro, el día que estaban viviendo.

Un hombre se encontraba en la completa soledad, contemplando dos frías y tristes rocas que se situaban enterradas en una pequeña montaña en uno de los lugares más recónditos del cementerio de San Pablo Bernabé. Un árbol frondoso, y que quizás era el último atisbo de vida en el lugar, se encontraba moviendo sus hojas con el turbulento vaivén del viento, que soplaba con la misma desolación.

Una lágrima se precipitó prontamente con el suelo, y parecía haberse escuchado en medio de todo el vacío que lo rodeaba. Un año, ese era justamente el tiempo que había pasado, y se sentía como si sólo hubieran sido algunos días, el dolor estaba allí, el dolor permanecía allí y no había disminuido ni un poco.

La vida del Rey Eduardo Bernabé había cambiado completamente aquella infeliz tarde en la Bahía de Gargantúa, todavía en las noches podía sentir el ahogo, la desesperación, el choque de los filos de espada en medio del furor de la batalla. Podía ver a su hija caer en sus pies sin vida, y podía apreciar el rostro del que había considerado como otro hijo, sacrificarse para salvar la suya.

¿Cómo puedes vivir sabiendo que alguien más dejó de hacerlo por darte una nueva oportunidad? Habían sido largos días, largas semanas que habían pasado a ser meses, en donde se repetía una y otra vez que no debía de estar en donde estaba, que su vida no tenía sentido, en donde sólo pensaba que la mejor forma de acabar con todo era muriendo.

Otra lágrima resbaló de su rostro cuando se encontró sumergido en aquella oscuridad que había logrado superar, o al menos, había aprendido a vivir con ella.

San Pablo Bernabé estaba a salvo, toda la Unión Central lo estaba, aquél fatídico día, luego que Luca se desplomara sobre sus pies, la batalla no duró más que un par de horas. El Áscar había logrado contener con éxito a la Milicia, hasta que llegaron rápidos refuerzos de Márredos y de Islas Benditas, que había vuelto a ser independiente.

Él se repetía una y otra vez que lo habían logrado, habían ganado, la tierra que le había sido dada estaba segura, él le había cumplido a su pueblo, a su gente, había sido capaz de honrar el compromiso que se le había entregado, por lo que siempre había luchado. Pero no, él en el fondo sabía que lo cambiaría todo, lo cambiaría absolutamente todo por recuperar todo lo que perdió en el camino.

¿Cómo podía siquiera sentirse orgulloso cuando en el proceso perdió a sus hijos, a la única mujer que realmente había amado, a la mujer con la cual compartió su vida, y a un joven que había llegado a querer más allá de lo que podía imaginarse? Y no solo eso, ¿cuántas vidas más se encuentran en ese intermedio en el cual había sido un completo inútil?

Él no había ganado nada, por el contrario, lo había perdido todo.

Se dejó caer en medio de las dos lúgubres rocas que dejaban entrever los nombres de Elizabeth Bernabé y Luca Santos.

―Lo siento ―dijo casi sin aliento, rompiendo en llanto―. Siento no haber estado allí cuando ambos me necesitaban, siento que hayan tenido que ver sus vidas apagarse por los errores que yo cometí.

No hubo respuesta, así había sido cada largo día que él había pasado disculpándose al pie de la nada, en donde sólo el árbol podía escucharlo.

―Elizabeth. Mi pequeña Elizabeth ―hizo una pausa―. Lamento haberte descuidado, lamento no haber estado allí cuando más me necesitabas, lamento no haberte dado la confianza necesaria como para que dejaras recaer tus problemas en mí, lamento que hayas tenido que ocultar lo que sentías, ocultar lo que realmente te hacía feliz.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora